La integridad del planeta
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Perfección
Queda curvo el firmamento,
compacto azul, sobre el día.
Es el redondeamiento
del esplendor: mediodía.
Todo es cúpula. Reposa,
central sin querer, la rosa,
a un sol en cenit sujeta.
Y tanto se da el presente
que el pie caminante siente
la integridad del planeta.
El título del poema, Perfección, sintetiza el optimismo vital que caracteriza la obra de Guillén, su entusiasta concepción del universo. Un momento privilegiado de la jornada, el mediodía, se convierte en el instante de mayor armonía, el ámbito que acoge a las cosas (inmersas en la plenitud de su existencia) en la perfección que da forma al mundo y liga todo lo creado.
El tema de la estrofa se plantea en los cuatro primeros versos: presentación de un panorama en el que todo es perfección presente. Se trata de la descripción del mediodía, término que encontramos al final del cuarto verso, trazado a pinceladas impresionistas y muy hermosamente definido: el redondeamiento del esplendor. La mirada del poeta funciona como una cámara fotográfica de alta precisión: penetra la realidad y descubre en ella detalles que el ojo distraído no capta.
La primera parte del quinto verso —Todo es cúpula— constituye una pausa, un tránsito con la segunda parte del poema. Es el descanso de la mirada mientras efectúa un cambio de perspectiva: de lo alto (el firmamento) a lo bajo (la rosa). Los versos restantes continúan, completándola, la misma idea: el mundo tiene algo que decirnos. Hay un vínculo entre las criaturas (entre la rosa y el sol), y entre ellas y el hombre (el pie caminante), quien, sumergido en la revelación (tanto se da el presente) descubre el mensaje velado: la integridad del planeta.
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Los poetas bíblicos han descubierto, al modo de Guillén, la conexión del universo. El mundo, para la voz que está detrás del Salmo 104 (un himno en el que las criaturas provocan la alabanza del hombre al Creador), es el resultado de una sabiduría artesana, que actúa y se revela en él: ¡Cuántas son tus obras, Señor, / y todas las hiciste con maestría: / la tierra está llena de tus criaturas! (vv.24). El mundo se despliega, como un libro, para ser contemplado, estudiado y comprendido por el hombre.
Incluso hombres de un marcado escepticismo, como Qohelet, han intuido la trabazón interna del mundo. El autor de Eclesiastés, un profundo observador, cifra así el proceso: Dios lo hizo todo hermoso en su sazón y dio al hombre el mundo para que pensara; pero el hombre no abarca las obras que hizo Dios desde el principio hasta el fin. (3,11). Se trata de una frase que culmina el célebre poema del tiempo: hay un orden secreto en el mundo, una armonía, y el ser humano lo intuye, aunque le desborda. Parece un comentario a Gn 1,31 (y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno), con la precisión de Eclo 39,30b (todo fue creado para su función / y está almacenado hasta el momento oportuno), realizado por un autor de espíritu crítico.
En tres capítulos finales del libro de Job (38-41) encontramos una respuesta a nuestro tema. Después de un discurso airado del protagonista en el que acusa a Dios del sinsentido de la existencia (¡Aquí está mi final! ¡Que responda el Todopoderoso!), el autor nos invita a un viaje impresionante. Dios toma de la mano a Job y pasea con él alrededor del cosmos, un inmenso reino de prodigios: la tierra, el mar, la aurora, los meteoros, las constelaciones, el ibis, el gallo, la leona, la gamuza, el asno salvaje, el avestruz, el caballo, el halcón, el hipopótamo, el cocodrilo… Job, con pasmo y sorpresa, va descubriendo su propia ignorancia, su limitado saber. Como glosa con acierto un comentarista: ¡Qué tragedia ser hombre y tener que sufrir!, ¡qué maravilla ser hombre y poder descubrir!
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