Copa (Cáliz) (II)
La copa del sacrificio y de la muerte
Con frecuencia la copa/cáliz aparece como símbolo de la muerte porque en los banquetes festivos se aprovechaba a veces la ocasión para poner veneno en el vino de alguien a quien se quería eliminar.
Era un procedimiento tan frecuente que los reyes y otros señores tenían su copero particular, no ya sólo para servir los buenos vinos, sino sobre todo para cuidar de que nadie pudiese poner veneno en el vino que se servía. Los profetas, al hablar de los castigos divinos, utilizan con frecuencia el símbolo de "la copa de la cólera divina".
Así la copa se convierte en símbolo de grandes sufrimientos, de muerte y aún de los castigos divinos: «Sobre los malvados hará llover fuego y azufre, y un fuego abrasador les caerá en suerte (lit. será la copa que les toque)» (Sal 11,6). «El Señor tiene en la mano una copa, un vaso de vino drogado, que los malvados de la tierra beben y apuran hasta el fondo» (Sal 75,9).
Esta copa es embriagadora, pero de castigo: «¡Despiértate, Jerusalén, despiértate y ponte en pie! Tú, que has bebido de la mano del Señor la copa de su ira, y has apurado hasta las heces el vaso del vértigo» (Is 51,17; ver Zac 12,2).
Esta copa de la ira de Dios es castigo de la idolatría, que era considerado el más grave de todos los pecados. Esta idolatría provoca "la ira" de Dios, que no admite divinidades rivales. Esto significa simplemente que sólo hay un Dios único y verdadero. Con el mismo sentido aparece en Ezequiel: «Has seguido el camino de tu hermana, y por eso yo te haré correr la misma suerte (lit. pondré en tu mano la misma copa). Esto dice el Señor: Beberás la copa de tu hermana, copa ancha, profunda, de gran capacidad, que te hará objeto de burla e irrisión. Te emborracharás de amargura. Copa de horror y desolación es la copa de tu hermana Samaría. La beberás, la apurarás, la romperás con tus dientes y sus trozos te desgarrarán el seno» (Ez 23,31-34).
La vocación de Jeremías es presentada como anuncio profético de una copa de muerte para algunas naciones paganas: «El Señor, Dios de Israel, me dijo: 'Toma de mi mano esta copa de vino llena de mi ira y dásela a beber a todas las naciones a las que yo te envíe, para que beban, se tambaleen y deliren ante la espada que yo voy a mandar contra ellas'. Tomé la copa de la mano del Señor y se la di a beber a todas las naciones a las que el Señor me había enviado: a Jerusalén y a las ciudades de Judá junto con sus reyes y príncipes, las cuales quedaron desiertas, se convirtieron en motivo de escarmiento y burla, y su nombre se cita a modo de maldición hasta el día de hoy; al faraón, rey de Egipto, a sus servidores, sus príncipes, y todo su pueblo...; a los reyes del país de Us, a los reyes filisteos de Ascalón..., a los reyes de Edom..., a todos los reyes de Tiro y Sidón... Después de ellos beberá el rey de Babilonia. Les dirás: 'Así dice el Señor todopoderoso, rey de Israel: ¡Bebed, emborrachaos, vomitad, caed para no levantaros más bajo la espada que yo voy a enviar contra vosotros'. Y si se niegan a tomar de tu mano la copa y a beber, les dirás: 'Así dice el Señor todopoderoso: ¡Os aseguro que la beberéis!'» (Jr 25,15-28; ver 49,12; Lam 4,21; Hab 2,15-16).
Las siete plagas o "siete azotes" del Apocalipsis, son, en la línea del Antiguo Testamento, simbolizadas adecuadamente por "siete copas de la ira divina" que son derramadas sobre el mundo dando origen a diferentes calamidades (Ap
Babilonia es el símbolo de todas las fuerzas que se oponen a Dios. Por eso el Apocalipsis describe esta fuerza del mal en términos de infidelidad y prostitución, con una copa "llena de abominaciones".
«Me llevó en espíritu a un desierto y ví a una mujer sentada sobre una bestia color escarlata. Tenía la bestia siete cabezas y diez cuernos y estaba llena de títulos blasfemos. La mujer iba vestida de púrpura y escarlata, y estaba adornada de oro, piedras preciosas y perlas. En su mano tenía una copa de oro llena de abominaciones y del sucio fruto de su prostitución. Y escrito en su frente un nombre misterioso: Babilonia, la orgullosa, la madre de todas las prostitutas y de todas las abominaciones de la tierra. Y ví cómo la mujer se emborrachaba con la sangre de los creyentes y de los mártires por amor a Jesús. Quedé profundamente asombrado al verla, y el ángel me dijo: "¿De qué te asombras? Te explicaré el misterio de la mujer y de la bestia de siete cabezas y diez cuernos sobre la que está montada. La bestia que has visto, era, pero ya no es; va a surgir del abismo, pero marcha hacia la perdición. Los habitantes de la tierra, cuyos nombres no están escritos desde la misma creación del mundo en el libro de la vida, quedarán asombrados al ver reaparecer a la bestia que era, pero ya no es'» (Ap 17,3-8; ver 18,6; 21,9; Jr 51,7).
La copa de Jesús y del cristiano.
En tiempos de Jesús y en los evangelios la copa/cáliz continuaba ligada al mismo simbolismo que en el Antiguo Testamento: unas veces es la "copa de la alegría", unida al banquete escatológico y, por lo mismo, al banquete de la comunión con Dios.
La comunión con Dios en la copa de los sacrificios de comunión puede ser también la copa de la comunión con los otros comensales: una copa que circulaba entre todos, estableciendo así lazos de especial amistad y alianza. Éste es el sentido de la copa que Jesús da a beber a sus discípulos en la última cena (Sal 16,5; 23,5).
Otras veces es la "copa del sacrificio y de la muerte". Jesús imprimió en su reino un sello de fiesta: con frecuencia bebió el vino de la copa que se servía en los banquetes y comió con ricos y con pobres, con justos y con pecadores, porque él no quería excluir a nadie de su banquete, de su alianza. Fue criticado con frecuencia por comer con los pecadores (Lc 15,1-2). Pero la copa del sufrimiento y de la muerte se encuentra sobre todo en el texto de la oración de Getsemaní: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa de amargura...; si no es posible que pase sin que yo la beba, hágase tu voluntad» (Mt 26,39.42; Mc 14,36; Lc 22,42).
El texto típico de este segundo simbolismo es el episodio de la madre de los hijos del Zebedeo que viene a pedir a Jesús que otorgue a sus dos hijos los mejores lugares en el reino político que Jesús instauraría en Jerusalén. Jesús les responde resaltando la copa/cáliz como señal del sacrificio y de la muerte que se les exige a todos sus discípulos. «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa de amargura que yo he de beber? Ellos dijeron: Sí, podemos. Jesús les respondió: Beberéis mi copa, pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes lo ha reservado mi Padre. Al oír esto los otros diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús los llamó y les dijo: Sabéis que los jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que los magnates las oprimen. No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser importante entre vosotros, sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero, sea vuestro esclavo. De la misma manera que el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por todos» (Mt 20,22-28).
En este caso, la copa/cáliz ha pasado a ser símbolo, no de una muerte o de un destino cualquiera, sino de una vida entregada en sacrificio por los otros, a ejemplo de Jesús, que vino a dar la vida totalmente, como Cordero Pascual.
El cáliz de la Eucaristía
Todo lo que acabamos de decir sobre la copa nos lleva naturalmente a la copa-cáliz de
Beber la copa de la eucaristía es recibir la vida nueva que Jesús trajo de parte de Dios. Pero esta vida está también en su palabra, que se debe "comer" antes de "beber" el cáliz. Así el cáliz de la eucaristía realiza verdaderamente lo que en muchas culturas es apenas una señal de la inmortalidad. Esta inmortalidad es la que está presente en el poema medieval del Santo Grial, que manifiesta el deseo de vida permanente presente en el mundo mediante el cáliz de la eucaristía.
Pero el cáliz significa también la nueva manera de agradar a Dios, la nueva Alianza, sellada no con la sangre de animales, sino con la sangre del propio Hijo de Dios, hecho sumo sacerdote de la nueva humanidad.
«Cristo, en cambio, ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Es la suya una tienda de la presencia más grande y más perfecta que la antigua, y no es hechura de hombres, es decir, no es de este mundo. En ese santuario entró Cristo de una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de toros, sino con su propia sangre, y así nos logró una redención eterna. Porque, s¡ la sangre de los machos cabríos y de los toros y las cenizas de una ternera con las que se rocía a las personas en estado de impureza, tienen poder para restaurar la pureza exterior, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a Dios como víctima sin defecto, purificará nuestra conciencia de sus obras muertas para dar culto al Dios vivo!» (Heb 9,11-14).
Por todo lo que acabamos de decir, la copa de
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