Tres adulteras y tres predicadores

Un gran predicador está enseñando en la plaza del mercado. Y resulta que un marido encuentra pruebas esa mañana del adulterio de su esposa, y la muchedumbre la lleva a la plaza para lapidarla hasta la muerte. (Hay una versión familiar de esta historia, pero un amigo mío, un Portavoz de los Muertos, me ha hablado de otros dos predicadores que se encontraron en la misma situación. De éstos es de quienes voy a hablaros).
    El predicador se adelanta y se coloca junto a la mujer. Por respeto a él la muchedumbre se detiene y espera con las piedras en la mano. «¿Hay alguien aquí que no haya deseado a la esposa de otro hombre, al marido de otra mujer?», les dice.
    Ellos murmuran y dicen: «Todos conocemos el deseo. Pero, Maestro, ninguno de nosotros ha cometido el acto.»
    El predicador dice: «Entonces arrodillaos y dad gracias a Dios porque os hizo fuertes.» Toma a la mujer de la mano y la saca del mercado, y justo antes de que ella se marche, le susurra: «Dile al señor magistrado quién fue el que salvó a su amante. Dile que soy su siervo leal.»
    Así que la mujer vive, porque la comunidad está demasiado corrupta para protegerse del desorden.
    Otro predicador, otra ciudad. Se acerca a la mujer y detiene a la multitud, como en la otra historia, y dice: «¿Quién de vosotros está libre de pecado? El que lo esté, que tire la primera piedra.»
    La gente se avergüenza y olvidan la unidad de su propósito al recordar sus pecados individuales. «Algún día —piensan—, puedo ser como esta mujer, y esperaré el perdón y otra oportunidad. Debo de tratarla como me gustaría que me tratasen.»
    Y cuando abren las manos y dejan que las piedras caigan al suelo, el predicador recoge una de ellas, la alza sobre la cabeza de la mujer y golpea con todas sus fuerzas. Aplasta su cráneo y esparce sus sesos por el suelo.
    —Yo tampoco estoy libre de pecado —le dice a la multitud—. Pero si dejamos que sólo la gente perfecta cumpla la ley, pronto la ley morirá, y nuestra ciudad con ella. Así que la mujer muere porque su comunidad era demasiado rígida para soportar su desviación.
    La versión más famosa de esa historia es notable porque es rara en nuestra experiencia. La mayoría de las comunidades se encuentran a caballo entre la podredumbre y el rigor mortis, y cuando se desvían demasiado, mueren. Sólo un predicador se atrevió a esperar de nosotros un equilibrio tan perfecto que pudiéramos cumplir la ley y perdonar la desviación. Por eso, naturalmente, le matamos.

Tomado de Card, Orson Scott "Ender, el Xenocida", Ed. Círculo de Lectores, Barcelona 1986, 309.

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