El Cántico de las criaturas, sacramentos del buen Dios

Hay algo en la realidad más allá de lo aparente, un mensaje escrito en la superficie de las piedras que la lluvia no hace desaparecer. Resbalando sobre ellas, horadando la superficie inerte, el agua asume su pasado. Cuando se rompen en pedazos más y más pequeños, las rocas se convierten en arena y, al brotar sobre ésta las plantas, la arena pasa de ser apenas pequeños pedacitos de roca a convertirse en suelo sobre el que la vida nace. De tal manera que quien apoye el oído sobre la tierra escuchará aún el mensaje de las piedras.

A pesar de no haber estudiado biología, Francisco de Asís desarrolló la mirada microscópica del científico que descubre fragmentos de roca en la arena. En su caso, fragmentos de Dios. El suyo es el proceso de una vida signada por la contradicción, pues a medida que fue perdiendo capacidad visual creció en él una mirada transcendente. Sabemos que veía ya muy poco cuando, dos años antes de morir, compone uno de los poemas más lúcidos de la humanidad: El Cántico del hermano sol. Tantos siglos después, quien lo lee o escucha con una música de fondo, no puede dejar de preguntarse cómo es posible que de un hombre tan enfermo y casi ciego emanasen estas palabras de tan suave claridad. 


Francisco, sin luz en los ojos, acaricia la castidad del agua y la robustez del fuego, alaba la teología del sol y la delicada hermosura de la estrella; no viendo, descubre la solidaridad del viento y el carácter materno de la tierra. Los últimos versos, dedicados al perdón, la enfermedad y la muerte, son la clave de lectura de todo lo anterior, la confirmación de que no estamos ante una impostación lírica, un juego floral; al contrario, la poesía de Francisco, integrando en el conjunto de lo creado la cara más problemática de la realidad, revela la hondura a la que ha llegado su humanidad, la trascendencia encarnada con que contempla el mundo. 


Jorge Guillén, comentando el poema “Adrede” de Pedro Salinas, escribe estas palabras: “Basta ver bien lo que se ve y se transcenderá la simple apariencia, que nunca es simple… Hay que aplicarse amorosamente a lo que se ve para llegar a lo que no se ve: el conjunto y su intención. Porque todo es adrede / el mundo algo quiere…Algo quiere la creación bajo el supremo azar seguro. Todo se ordena y se desplaza en acción significativa”. Parece que las palabras del poeta Guillén hubiesen sido escritas pensando en la mirada poética de Francisco. Parecen el informe que el oftalmólogo escribe tras examinar la pupila de Francisco, aplicada amorosamente a lo que ve, horadando la apariencia, hasta llegar al conjunto y su intención


Francisco lee la realidad como un poema, la escucha como una sinfonía, la contempla como un cuadro, y pasea a través de ella como quien se mueve por una catedral. Para él cada cosa es una flecha pues todo, citando de nuevo a Guillén, se desplaza en acción significativa, es decir, cada criatura va más allá de sí misma, apunta hacia lo hondo de su ser. Lo visible, como explica Pablo a los romanos, revela la invisibilidad de Dios (cf. Rom 1,20). El sacramento es eso: la línea donde se encuentran lo que se ve y lo que no, el hombre y su Creador. 


 El santo de Asís no es alguien que ha roto las fronteras de lo humano, sino un hijo de Dios que ha recobrado la capacidad de percibir la presencia sacramental del Altísimo en todo lo que existe y a quien se le ha dado amar a la medida del corazón de Dios. Su actitud resulta especialmente profética para una iglesia con vista cansada, que siente tal vez pereza en salir de sus pequeños círculos, su lenguaje acuñado por generaciones, su modo aparentemente intocable de entender las cosas. Lo sobrenatural sólo se abre como una flor madura cuando lo natural existe. Del mismo modo, la sociedad amenazada de miopía, donde la realidad es virtual, la comunicación se efectúa por ondas y la amistad se vive en la pantalla podría aprender mucho de Francisco. Un mundo desencantado que necesita reaprender a mirar las cosas si no quiere acabar siendo víctima de sí mismo. No se trata, y así lo entendió Francisco, de una cuestión solamente religiosa; el problema no es Dios, sino la determinada concepción de Dios que condiciona la comprensión que el hombre tiene de sí mismo. El profeta Jeremías, muchos siglos antes de Francisco y de nosotros, habla de la idolatría de Israel como “el abandono de la fuente de agua viva para cavarse aljibes agrietados que no contienen el agua” (Jr 2,13). Según la mentalidad bíblica, el ateísmo es imposible: se abandona a Dios para abrazarse a otros dioses, ídolos, en ocasiones, de oro y plata, en cuyas bocas falta el aliento y cuyos ojos no ven. También los cristianos corremos el peligro incesante de creer en mitos y adorar imágenes, pues no existe ni una sola verdad de fe que no podamos manipular idolátricamente. Contra tal riesgo, nos protege la actitud religiosa del Poverello que descubre en la boca de las cosas el aliento de Dios y nos convence de que todo es movido por Él y hacia Él nos lleva, por lo que sería arrogantemente vano atribuirse la exclusiva gestión de lo sagrado. 


 Un místico de nuestros días, el poeta canadiense Leonard Cohen, tiene una canción titulada “El Amor en persona” donde cuenta un instante en que, gracias a un rayo de luz que entra por la ventana, consigue ver con claridad las motas de polvo que difícilmente se distinguen. Por medio de ellas, dice en un verso muy hermoso, “El Sin-Nombre construye un nombre para alguien como yo”. La imagen le hubiera agradado a Francisco, quien, bajo el sol, la luna y las estrellas, escribe con polvo, fuego y agua el nombre de Dios.

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