Un domingo de paseo


Hace unas semanas tuve una tarde de domingo inusualmente tranquila. Tanto que decidí salir a dar una vuelta por la ciudad. No siempre se tiene la oportunidad y hay días donde se agradece cambiar, desconectar un rato. Al ser algo improvisado e imprevisto no tenía un destino claro. Empecé a andar pensando en cosas tan importantes como el valor de un pimiento en la expresión castiza. Vamos, que mi concentración era muy poca.
Yendo errabundo por las calles vi algo que me llamó la atención. Un gran edificio que destacaba por sí mismo. Sus dimensiones eran impresionantes, sobre todo si se comparaba con las personas que estábamos cerca de él. Gran altura, majestuosidad, pero al mismo tiempo simplicidad. Robustez de materiales, pero sensación de que podría echar a volar en cualquier momento.
Me sorprendió ver a tanta gente cerca del edificio. Supuse que siendo el día que era tenía que tener un significado especial el acercarse a dicho sitio. Decidí investigar un poco; total tampoco tenía nada que perder, y me daba igual pasear por calles que pasear por el interior, ya que parecía lo suficientemente grande para poder pasar unos cuantos minutos en su interior.
La gente entraba y salía, el flujo no paraba. Parecía increíble que tanta gente se estuviera acercando. Siempre pensé que era un lugar donde no se concentraba tanta gente. Entre la televisión, internet y, porque no, buenos libros me parecía que la gente tendría muy buenos motivos para estar allí. Un motivo más para investigar.
A pesar de que en el edificio entraban y salían muchas personas, ya fueran solas, en familia, grupos pequeños de personas, supongo que amigos, no tuve especial problema para entrar. Las puertas amplias y abiertas invitaban a entrar, a pasar el tiempo en su interior.
Pero mi caminar fue breve. Nada más pasar las puertas me paré para ver el interior. Sorpresa mayúscula. Lo que vi en el interior parecía sacado de la imaginación de un buen escritor. La altura que se intuía desde el exterior se acrecentaba al ver que prácticamente era un edificio de una sola planta, pero muy alta. La robusta fragilidad se acentuaba por la ausencia de paredes y la escasez de columnas. En nuestra ciudad colmenera ver tanto espacio entre pared y pared, entre suelo y techo no es algo muy habitual. Supongo que un arquitecto detectaría con profesional prontitud  los diferentes puntos de apoyo, la distribución de cargas y no sé cuánto más detalles técnicos. En esa primera mirada lo único que detecté fue espacio abierto, espacio de encuentro y de movimiento.
Estuve unos minutos mirando al interior como el niño observa el escaparate de la panadería. Pero me di cuenta que mi posición era incómoda, no para mí, sino para la gente que seguía entrando y para aquellas que salían. Por ello mismo empecé a caminar despacio, el caminar del que no tiene prisa, y tampoco una meta definida. Ponía un pie delante del otro tratando de asimilar todo lo que me rodeaba. Aunque había varias “rutas” que seguir, me decanté por uno de los laterales del gran espacio central. Por el centro se podía pasar, pero los laterales despertaron mi curiosidad. Distintas salas se iban sucediendo. La gente, más conocedora que yo de su función iba cerca de ellas. El centro se utilizaba más para descansar en los diferentes bancos o como lugar de cruce hacia el otro lateral, donde se repetía el esquema.
No había una clara circulación, pero la gente apenas tropezaba en sí, de hecho no había mucha comunicación. Claro, si dos o tres personas iban juntas charlaban entre sí, pero no se percataban de los otros más que para evitar una incómoda colisión.
Inicié mi deambular apreciando las distintas salas. Todas parecían tener un mismo esquema, pero al mismo tiempo cada una de ellas era diferente. No me quedó claro si la diferencia entre las distintas salas creaba confusión o variedad. Pero a la gente no parecía importarle. Cada uno parecía tener su sitio predilecto donde se acercaban y pasaban el tiempo que querían o necesitaban. Todavía no me queda claro qué era exactamente lo que hacían. Para ellos era una especia de coreografía donde cada movimiento, cada frase, cada posición tenía un lugar casi determinado. Como en todo aquel edificio lo que era lo normal se rompía con lo individual. Pero las pequeñas diferencias hacían que la actuación de las personas, por decirlo de alguna manera, en vez de confusión, generara que más gente quisiera participar.
En ese lento deambular me empecé a fijar más en las personas que en las salas. Había de varios tipos. Algunos, como yo, sólo andaban y miraban; parecían turistas atraídos por un magnetismo especial del sitio. Otros, más conocedores del recinto aparentaban tener una ruta más o menos fija; sabían a dónde querían ir y que tenían que hacer. Pero se les notaba fríos, alejados. No participaban con gran intensidad de las actividades de los otros. En ciertos aspectos me recordaban a mí mismo. Más que el lugar se sentían atraídos por la gente, los miraban, los evaluaban. En algunos momentos incluso los veía murmurar. No sé si criticaban a la persona es sí o la forma en la que los otros ejecutaban las prácticas comunes a todos.
Otro grupo, no sé si era el más numeroso, tenía una actitud mucho más participativa. Los veía entrar en cada uno de los apartados, ir rápidamente a otro, volver al primero, dedicar esta vez más tiempo. Ir a otra estancia donde se les veía repetir sus aficiones personales. Eran los más entregados a las prácticas propias del lugar.
Viendo a la gente me fijé que algunos de ellos eran distintos. Estaban, pero no de la misma forma. Aprecié que su forma de moverse, de comportarse era diferente. De hecho algunos de ellos destacan porque iban vestidos de forma diferente. No llevaban las ropas normales que se suelen ver en la calle. Cierto es que se ve alguno, pero es tan difícil verlos que pasan desapercibidos. O que nos hemos entrenado, quizás de forma inconscientes, a no verlos. Y eso que eran de ambos sexos. Ropas diferentes pero actitudes similares. Veían el entorno de otra forma. No venían. Se notaba que estaban. Era su ambiente natural.
Me resultó curioso fijarme en cómo la gente se relacionaba con ellos. Para algunos era como encontrarse con un ser especial, alguien que tenía poderes especiales que lo hacían algo más que humano. Para otros, la relación era en plano de igualdad, con confianza y con sonrisas incluidas. Y no faltaba quien los miraba como un mal necesario, aunque pensaran que la situación le sería más favorable si ellos no estuvieran atentos a lo que pasaba alrededor. Entre esas personas especiales también se notaba la variedad de caracteres. Los tiernos, los que trataban a los que llegaban con cariño y una sonrisa, fingida o no. Los que estaban cansados de responder a las mismas preguntas; los que estaban claramente quemados. Los que veían a los foráneos como un mal necesario para que todo siguiera funcionando.
Y la sorpresa fue el enterarme, mediante retazos de conversaciones robadas con impunidad y sigilo, que aquellas personas no eran tan especiales como parecieran ser. Aunque una parte destilaba autoridad y mandato eran parte de un grupo más numeroso. O más selecto. Los que se dejaban ver eran más de la parte baja del escalafón. En algún momento intuí, más que supe, que esa persona que veía, que hablaba con los demás era algo más que un simple número, pero al mismo tiempo ninguno de ellos eran los números unos. Si los tuviera que situar supongo que estaban más allá del cinco, o del diez pero con muchas ínfulas.
Comentarios, miradas, gestos, silencios. Todo ello y algo más indicaba que los que realmente  mandaban, los que conocían mejor que nadie cómo funcionaba aquello, estaban ausentes. Cerca, pero inaccesibles. Comentarios reverentes entre ellos hablaban de antiguas visitas, de cercanía con los ajenos. Murmullos y alguna cara de deferente pavor relataban que otras visitas podían suceder. Alguno revisaba su zona de control para que nada fallara, que la llegada del misterioso inefable nos les cogiera por sorpresa.
Así pasaban los minutos mientras veía nuevas escenas repetidas. Alegrías y esperanzas, quejas y disgustos. Familia y soledad. Amistad, encuentros, anhelos y aburrimientos varios que se copiaban como un virus mutable por cercanía. No recuerdo cuántas gentes miré, cuantos hechos reiterados vi en esas pequeñas partes del todo. Pero me quedé con la sensación de que tenía que haber algo más. Algo que sólo los que participan pueden vivir, que los no iniciados podríamos intuir, pero que sólo los avezados reincidentes captan en su máximo esplendor. Ese “algo” que les hace repetir siempre que pueden, ya sea semanalmente, a diario y, en un claro exceso, varias veces al día.
Mi impreciso circuito llegó a su final, llegando, no sé si fue la primera vez, a la misma puerta en la que ingresé a lo más parecido que he visto a un universo paralelo. Las puertas que me invitaron a entrar lanzaban su lastimera invitación para que volviera. Pronto, a ser posible.
La calle, su ruido, sus coches y luces me devolvió a mi ensoñación intrascendente. Pero al mismo tiempo acudía a mi mente el nombre del lugar: Centro Comercial.
En fin. Nuevas liturgias para nuevos tiempos. No mejores; pero si nuevas.

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