Primer día de la Novena. Homilía en Vigo

LA CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO
Paz y Bien a todos, hermanos. Hoy comenzamos la novena a San Francisco. Una novena que puede resultar algo peculiar, dado que, como habéis visto en el cartel, será compartida. Sería bueno que más allá de los prejuicios que pueda haber, tengamos una actitud de acogida y nos dejemos enriquecer, a lo largo de estos días, por las experiencias que vamos a ir compartir de san Francisco.
Y dado que hoy es el primer día, me gustaría empezar, compartiendo con vosotros, el comienzo de la vida de ESTE santo. Todos sabemos a grandes rasgos, episodios de la vida de Francisco antes de la conversión… “era hijo de un rico comerciante, vendedor de telas”, “con deseos de ser armado caballero”, “fue a la guerra contra Perusa, un pueblo vecino a Asís”, “fue apresado y cayó enfermo”, “lo proclamaron rey de la juventud es su Asís natal”, “con un futuro prometedor en el mundo de los negocios”. Pero… ¿dónde empieza la vida de un santo? ¿qué provoca un cambio tan radical de vida?
No resulta fácil hablar de la conversión de ningún santo, y mucho menos, de la de Francisco. Intentar adentrarnos en el interior de la persona, en qué le mueve por dentro, sus motivaciones, sus deseos, sentimientos y experiencias… a veces es como andar en un laberinto. Sin embargo, tenemos que dar gracias a los biógrafos, que a través de lo que oyeron e, incluso, a través del testimonio de hermanos que vivieron con Francisco, han tratado de darnos pistas para salir de ese laberinto. Y no sólo ofrecen pistas sobre la vida del santo, sino, lo que es más importante quizá, pequeñas luces que nos pueden ayudar a encontrar y descubrir nuestro propio camino de conversión y de santidad.
Aunque se conservan varias biografías de Francisco, son las de Celano y San Buenaventura las llamadas “biografías oficiales”. En ellas se nos narra “ese cambio” que sufrió Francisco. Un cambio que tiene que ver una nueva dirección y rumbo, vitales y profundos. Convertirse tiene que ver con apostar de manera radical en aquello que descubrimos que realmente merece la pena. No son cambios como el que cambia de casa, de coche, de ciudad…

La conversión, tiene que ver con varias cosas: tiene que ver con la autenticidad (no se trata de fingir un cambio o de autoengañarnos), tiene que ver con la constancia (uno no cambia solamente un día), tiene que ver con el esfuerzo y el sufrimiento (no seamos ingenuos pensando que se dará un cambio como por arte de magia); y, finalmente, tiene que ver con el destino último del ser humano, con ese horizonte que es Dios. Es volver al Origen, con mayúsculas, cada día de nuestra vida. Es estar en continua y constante conversión a pesar de los años, o quizá justamente por eso, POR LOS AÑOS, se hace más necesaria esa conversión; porque muchas veces, los años sirven para justificar comodidades, seguridades, modos de pensar establecidos que poco o nada tienen que ver con el mensaje de Jesús.
En Francisco se dio todo un cambio de valores, de intereses, de preocupaciones. Cambió las preocupaciones humanas, por las divinas, PERO OJO, esto lo hizo sin dejar de ser humano, casi diríamos que eso mismo, le hizo mucho más humano, mucho más conocedor del corazón del hombre. Cambió:
El interés de las riquezas, por el l interés en la dama pobreza
La alegría superficial en las fiestas de Asís, por la “alegría verdadera y auténtica”
Su orgullo de caballero, por el orgullo de ser pobre entre los pobres
Cambió el individualismo, por la fraternidad universal
Sería bueno que a la luz de Francisco, todos nosotros hiciéramos un repaso de aquellas cosas que deberíamos cambiar en nuestra vida.
Hasta ahora sólo hemos hablado de cambio, cambio, cambio… pero… qué motivó ese cambió en Francisco. Sus biógrafos apuntan a DOS HECHOS FUNDAMENTALES, sobre los que asentará toda su vida. Por un lado, el beso al leproso. Por otro, el encuentro con el Cristo de san Damián.
Es evidente, que el encuentro con Dios no deja indiferente a nadie, pero en Francisco el encuentro con el leproso se sitúa casi a la par, casi al mismo nivel. En la misma línea en la que nos habla san Juan en una de sus cartas, él nos dice: “Como puedes decir que amas a Dios a quien no ves y no amas a tu hermano que está a tu lado”.



En esos dos encuentros Francisco aúna la espiritualidad y la humanidad. Ver en el rostro del leproso, el mismo rostro de Dios, hace que nos planteemos la visión que Francisco tiene de ese Dios, pero también nos ayuda a nosotros, como cristianos, a preguntarnos ¿en qué Dios creemos? Y tener la valentía para de verdad dar ese testimonio y vivirlo plenamente, al modo de Francisco. En esa época de la Edad Media, en donde la figura de Dios se asemejaba, con los grandes reyes, emperadores, jefes, en donde Dios aparecía en todas las iglesias y catedrales como el Todopoderoso, el Pantocrator, el rey de reyes, y señor de señores, engalanado con las mejores joyas… Francisco descubre en la ermita derruida de san Damián, en un Crucifijo tirado en el suelo la humildad y el amor de Dios, de ese Dios Padre que está a nuestro lado. No pretendo enfrentar posturas, pero qué duda cabe, de que las consecuencias para nuestras vidas de cristianos difieren radicalmente de tener una u otra visión. Francisco lo tuvo claro y ¿nosotros?
De igual modo, en esa sociedad de Francisco, como en la nuestra, en donde sólo cuenta el dinero, el poder, la juventud, la salud, las apariencias… Él se pone al lado de quien nada de eso posee, del excluido, del marginado, del leproso. Él mismo nos lo ha dicho en la lectura que hemos escuchado, cuando aquello que le parecía amargo, se le convirtió en dulzura del alma y del cuerpo. Porque para Francisco, podríamos decir, que fue toda una obsesión en su camino de conversión, no sólo estar al lado del más pobre, sino EL MISMO LLEGAR A SER POBRE, para poder tener el mayor de los tesoros que el hombre puede desear: al mismo Cristo, pobre y crucificado, como le gustaba decir a Francisco.
Pues pidamos a Dios que nos haga ser simples y humildes para reconocer aquello que se oculta a los sabios y entendidos, y que como Francisco sepamos descubrir en nuestras vidas esos dos pilares fundamentales: que descubramos y sintamos a Dios como un Padre lleno de amor; y experimentemos en nuestra vida la dulzura de estar al lado de quienes más lo necesitan. Que así sea.

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