Francisco de Asís, constructor y cantor de fraternidad

Fray Victor Herrero, desde Roma, ha mandando este artículo propio sobre san Francisco. Espero que os guste. Gracias Victor por compartirlo con todos.

“Yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema”. Estas palabras del barcelonés Jaime Gil de Biedma, aun separadas ochocientos años de Francisco, me parecen una atinada descripción del proyecto vital del Poverello: ser poema. Y es que, como Jesús de Nazaret, el santo de Asís abrazó el fondo poético de la realidad. Por eso, su propuesta es atemporal; por eso, ha ejercido una seducción continua generación tras generación, porque encara la verdad desnuda de las personas.

Hay en nosotros una soledad existencial, una zona de desamparo que percibimos latir entre dos bordes: el nacimiento y la muerte. Se trata del dolor de estar vivos, que ni la mano tendida hacia el otro, ni la necesidad de correspondencia ni el intento de desentrañar los designios de Dios alcanzan para superar. Es nuestra verdad desnuda: ese límite incomprensible entre la salvación y el peligro de perdernos irremediablemente en nosotros mismos. De ahí, de la conmoción de esta zona cero, nace la intuición poética de Francisco. Conocemos gracias a sus biógrafos la tendencia del santo a la soledad. Es una imagen que contrasta con el estereotipo suyo que hemos heredado, una visión casi perturbadora del retrato hecho por la historia. Y, sin embargo, es cierto: Francisco de Asís es hombre de grandes soledades. O, adjetivando mejor, Francisco habita una soledad de una gran extensión, de un trazo vertical inmenso. Porque se ha sumergido en el agua helada sobre la que gravita la existencia, conoce la necesidad profunda que tenemos de compartir nuestra intimidad y la frustración honda que supone la imposibilidad de comunicarnos por entero.

En esta dimensión trágica se desvela otra realidad. Palpar nuestro yo más escondido permite retrotraernos hasta nuestra condición creatural. Como si nos fuera permitido realizar el viaje imposible: trasladarnos al séptimo día y, apoyados en el hombro del Hacedor, contemplarnos sin obstáculo ninguno. El fruto de ese tránsito interior, el reverso franciscano de la detenida soledad, se llama proyecto fraterno. No se entienda mal: la propuesta de Francisco no consiste en la unión de muchas soledades, no es la fraternidad el boceto de un cuartel de invierno. La explicación es otra. Francisco, por decirlo mediante una imagen, ha metido el pie en el barro del que estamos hechos, ha descendido a los subterráneos de la propia identidad, en un viaje múltiple, pues bajar hacia sí mismo le conduce hacia los otros, alejado de la superficie, en el lugar donde se juegan las grandes partidas de la vida: el mundo de los afectos.

La fraternidad es su poema, es él mismo en búsqueda de sentido, en despliegue creador de su propia soledad, es espacio de convergencia umbilical. Pues sólo acaricia la lepra del otro quien palpa su propia llaga, quien ha experimentado la propia vida amenazada de sinsentido. Conocemos los hechos históricos, las mediaciones que canalizan la intuición de Francisco. Y no podemos cerrar los ojos a la evidencia de que, precisamente, la inadecuación entre ésta y los medios concretos que la llevan constituyó la herida abierta del santo, hasta el fin de su vida. Demasiado caudal para cualquier cauce. Me refiero al conflicto entre Francisco y la Orden, entre él y sus seguidores. Es, continuando con el símil artístico, semejante a la lucha entre el creador y su obra, Miguel Ángel frente al mármol que no termina de expresarle.

Francisco canta lo que vive y hace de su vida pentagrama: es poema inacabado que, incluso en el momento previo a la muerte, desnudo sobre la tierra, elige expresarse poéticamente, expresar el agradecido retorno a la matriz, la restitución de la energía al lugar de donde proviene. Pues ha sentido esa ligazón no sólo con los seres humanos, sino con todos los compañeros de la existencia; se ha autocomprendido como parte de una melodía infinita junto a las piedras gastadas por el agua de los ríos, los picos de las montañas que esconden la puesta del sol, el lobo y la paloma, la nieve y las brasas de la hoguera, todos los aparentes contrarios que, en realidad, son las piezas del puzle de Dios.

El fondo de la realidad es poético y a quien se acerca hasta él se le entrega una moneda en cuyas caras hay dos inscripciones que proclaman la misma idea: soledad y fraternidad. Somos hermanos porque vivimos cobijándonos en una Ausencia. Esta fue la moneda que recibió Francisco en su andadura hacia el fondo desnudo de la vida. Y, con ella en mano, lo apostó todo. Quizás alguien piense que nos andamos por las ramas del lirismo y que dejamos sin mencionar, tal vez, las acciones más valiosas del santo, sus cosas más concretas, aquellas que ejercieron influencia en el devenir de la historia. No es posible, sin embargo, entender al hermano Francisco sin vislumbrar la soledad de Francisco; sólo se alcanza una perspectiva cabal del santo desde la atalaya de la propia experiencia, que es desde donde él parte y hacia donde aspira a comunicar. Y por eso precisamente su proyecto es creíble y continúa, a pesar de los límites de nuestra piel, siendo vivible.

Francisco se construye a sí mismo como hermano desde el desamparo, desde el vacío, o lo que es igual, desde la dependencia. Porque se siente solo, no se comprende en soledad. Seguro que al santo de Asís no le importa que, para concluir, haga suyos los versos de otro poeta, esta vez Blas de Otero. Se trata de una breve pero densa expresión del camino franciscano de fraternidad:

Antes fui —dicen— existencialista.
Digo que soy coexistencialista.

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