Beato Leopoldo de Alpandeire

Han pasado unos días desde que este hermano capuchino ha sido beatificado. Ha sido una noticia que he visto en distintos sitios y de distintas formas. Ese ha sido uno de los motivos por lo que no publiqué nada antes. Hubiera sido, posiblemente, repetir lo que otros ya estaban diciendo.

Por eso se me ocurrió hacer algo diferente: Pedirle a uno de los asistentes a la beatificación, un hermano que conoce bien la figura del nuevo beato que nos diera su impresión. Por eso agradezco al hermano Alfonso, de la Provincia de Andalucía el haber aceptado escribir y compartir esto con vosotros:


Cuando, ayer domingo 12 de Setiembre, en el llano inmenso del campo de Armilla resonó el gozoso anuncio de que la Iglesia presentaba a Fray Leopoldo de Alpandeire como nuevo Beato de la comunidad de Jesucristo, testigo de Dios mismo y ejemplo de cristiano, y mientra se descubría su imagen entre los aplausos y lágrimas de alegría cordial de los presentes, recordé a tantos devotos ausentes físicamente, al tiempo que otra imagen del Beato Leopoldo se mezclaba, luminosa y conclusiva, con la que ahora iba apareciendo tras el paño que, momentos atrás, la velaba. La imagen a la que aludo se puede contemplar en la Cripta del convento de Capuchinos de Granda donde está la visitada tumba del Beato Limosnero.
El Hermano Leopoldo (aún no estaba beatificado cuando fray Hugolino de Belluno realizó el mural como parte del conjunto de sus expresivos frescos-grafitos) aparece anciano, con la alforja al hombro, su oficio de limosnero lo define para las personas que lo vieron mendigar por Dios en las calles y pueblos de Granada y, limosnero aún -así lo ven sus devotos- no deja de tender la mano por el necesitado; la barba, larga y poblada; de fondo, Granada, donde desarrolló su identidad cristiana como fraile, y los dos lugares emblemáticos de la ciudad, Sierra Nevada y la Alhambra; rodeado de sencillez: Jesús, el humilde y sencillo de corazón en brazos de María, la sencilla Virgen-Madre y un enjambre de chiquillería que no besan su cuerda franciscana como lo hacían en vida del Hermano, ahora alzan los brazos señalando al fraile, se diría que aclamándolo como el auténtico niño, por haber hecho de su vida, en seguimiento de Cristo y de manos de María, un recinto de inocencia y simplicidad evangélica, de confianza total en el Padre al hacerse un pequeño del Señor. La sencillez de corazón como trazo preciso de su retrato. Y su mirada…
En esta pintura, la mirada del Hermano difiere un tanto de la que se contempla en fotografías de los últimos años de su vida. Esa mirada que trasmite calma espiritual como si fuese un fluir de la quietud de Dios -“Tu eres quietud” que decía en oración san Francisco-, esa mirada del Hermano aparece aquí un tanto perpleja, desconcertada más bien, por sentirse casi el centro de un ámbito de sencillos; desconcierto el suyo, que refleja modestia, verdad, para ser exactos. ¿Quién soy yo -parece preguntarse- entre los sencillos, bajo el manto de sencillez de María con Jesús, que arropa a los niños, que son pura confianza? Quizás por esta espontánea y verdadera modestia era, y es, admirado y amado el Hermano ya Beato, deseada su compañía y apreciadas sus parcas palabras; bien saben los frailes que con él convivieron que de verdad sufría cuando alguien hacía comentarios de sus obras bondadosas: “así debería ser, pero no lo soy” replicaba. Una actitud que ennoblece y hace más admirables las cualidades de la persona, que alcanza entonces el calificativo de sencilla y humilde, de auténtica.
El sencillo y humilde no vive de ilusiones sino de realidades, comenzando por la realidad de su propia vida. Sobrio a la hora de mirarse a sí mismo, sin ofuscarse por lo humos de la exaltación, está muy cercano al suelo, pisa tierra, pegado a su verdadera identidad y, precisamente porque no se sube a pedestales vanos, nada le hace perder el equilibrio: se edifica de continuo sobre la roca de la verdad. Cristo es la Roca donde se asentó Fray Leopoldo y la Verdad única que lo hizo auténticamente humano, es decir, humilde. Cuando aconsejaba - ni siquiera son suyas las palabras- “los ojos en el cielo y el corazón en el cielo” transmitía, sin pretenderlo, su auténtico retrato de humildad y sencillez. Este dicho repetido por Fray Leopoldo aparece con dos elementos contrapuestos y casi siempre entendidos como un permanecer absorto en lo celestial sin desviar la vista a las maravillas de este mundo por el peligro, se piensa, de torcernos en nuestra meta última: todo un ejercicio de ascesis espiritual, de tener a raya los sentidos, de domeñarlos, como si fuese la tarea única que puede conducirnos a Dios, nuestro ansiado bien o cielo. Es espiritualmente más jugoso entender los dos elementos del dicho del Hermano no como contrapuestos sino en unidad armónica.
Como cristianos, seguidores de Cristo -Fray Leopoldo lo fue- nuestro corazón, nuestra mente, nuestras fuerzas todas, han de estar centradas en el cielo, entendiendo éste no como un lugar donde podemos ir, sino como Alguien en quien estamos: Dios. El corazón, toda la persona puesta sólo en Dios, Padre de todos, aprendiendo de El en Jesús, su Hijo, el que se rebajó de su rango divino, el que se anonadó, el que ha bajado a los más profundo, al suelo del hombre: un actuar, el de Cristo, que lo define humilde y sencillo por excelencia, que lo define como “Dios-con- nosotros”, y en quien hay que fijar siempre los ojos: fijos los ojos en el suelo, lugar al que todo un Dios ha descendido por amor al hombre. Quitar de este particular suelo los ojos y el corazón, y toda la persona, es elevarse a cielos que no son precisamente morada de Dios, porque la casa de Dios está entre los hombres.
Fray Leopoldo aprendió esta sencillez y humildad del Maestro Jesús: en El encontró su descanso, agobiado, como cualquier persona, y cansado muchas veces. Lo hizo de manera natural, como lo propio del hombre -sencillez y humildad- pero sin echar cuentas de ello, sin un escogido propósito de ser humilde; su identificarse con Cristo fluía como el agua, y el agua, en expresión Francisco de Asís, es humilde porque naturalmente siempre desciende.
En el suelo de Granada y sus pueblos anduvo el Beato Hermano, entre los sencillos, con toda la sencillez sobre sí, personalizada en María, la humilde sierva de Dios, abrazando al Siervo Humilde, Jesús, que apareció entre los hombre como el más necesitado. Y al verse Fray Leopoldo enaltecido, aclamado por los niños, ese reducto de inocencia por vitalmente confiados, y nimbado por la transparencia celeste de María y Jesús, su mirada de extrañeza, como diciendo aquello del evangelio: “soy un siervo inútil, he hecho lo que tenía que hacer”. Efectivamente, no hizo otra cosa que posar su mirada y su corazón en este suelo del hombre donde encontró su cielo, a Jesús, el Sencillo y Humilde. El santo Padre, Benedicto XVI ha concretado la vida del Beato Leopoldo como “canto a la humildad y a la confianza en Dios”
“Este es el día en que actuó el Señor” cantábamos, emocionados y alegres, cuando iba apareciendo el tapiz con su figura enaltecida: Dios mostrando su santidad en su Siervo Leopoldo de Alpandeire; la mirada del Beato… humildemente placentera y agradecida al Dios que siempre actúa en favor del hombre.

Fray Alfonso Ramírez Pedrajas

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