Las mujeres de Jesús

Hace tiempo que perdí la costumbre de leer los periódicos. Solía leer El País, más tarde empecé con el mundo, sobre todo por las viñetas, que me parece la parte más objetiva de todo diario. En la actualidad el que más miro, aunque sólo sean las viñetas y los titulares es "El Faro de Vigo", y, si puedo ojeo alguno de índole nacional. Eso sí. Las versiones digitales de los principales periódicos las visito todos los días, sobre todo para ver que hay de nuevo.

Lo que nunca he tragado son los suplementos dominicales. Siempre me parecieron publicidad grapada. Y no suelo ni ojearlos. Pero la semana pasada estaban todos los periódicos ocupados durante el desayuno, por lo que sólo estaba libre el suplemento del ABC "XL Semanal". Lo empecé a mirar, de atrás para adelante" y al final me tropecé con el titular de la noticia. Me pareció curioso. Lo primero que pensé es que sería un panfleto más sobre lo mala que es la Iglesia. Quizás por eso me gustara más. Ya que me parece un artículo sereno y bueno. Con algún pequeño error exegético, pero el no es profesional del tema. Se lo perdono.

Os lo pongo por si también os gusta y no lo habéis leído:

Las mujeres de Jesús

Todo el Evangelio está regado de pasajes en los que relumbra el trato delicado y enaltecedor que Jesús brinda a las mujeres; un trato que, sin duda, hubo de resultar incómodo a sus discípulos –como en varias ocasiones queda reflejado– y escandaloso a sus contemporáneos. Incomodidad y algo de bochorno sienten los discípulos, por ejemplo, en la unción de Betania, cuando Jesús permite que María, la hermana de Lázaro, le derrame sobre los pies una libra de perfume de nardo; un gesto confiado, de una naturalidad candorosa, que a los ojos severos de un puritano de la época –de cualquier época, en realidad– podía alimentar cuchicheos y maledicencias. Y escándalo debieron de sentir sus contemporáneos cuando Jesús impide que la mujer adúltera sea apedreada, como exigía la ley de Moisés. En ambos gestos descubrimos una corriente de complicidad que desafía las convenciones establecidas, un desafío jovial a los usos sociales, una suerte de alegre desdén hacia todas las cortapisas y escollos que se interponen en la generosa fluencia entre dos espíritus nobles. Porque lo que más atrae de Jesús en estos pasajes es su capacidad para descubrir nobleza en donde otros, entorpecidos por las legañas de los prejuicios, sólo descubren indecencia o pecado; una nobleza quizá aturullada, quizá arañada por debilidades y claudicaciones, pero nobleza a fin de cuentas, dispuesta a vindicarse y a recuperar su sitio.

El diálogo que Jesús mantiene con la samaritana en el pozo de Jacob llena de perplejidad a sus discípulos. Ahora ya no sólo les ofende que converse con una mujer a solas, actitud que debía de juzgarse indecorosa, sino que además esa mujer sea natural de Samaria, la región cuyos habitantes eran execrados por sus heterodoxias. En ese diálogo, Jesús no evita la ironía piadosa; y la emplea, además, en un punto en el que la samaritana estaría acostumbrada a recibir las reconvenciones más agrias y destempladas. «Llama a tu marido», le dice; a lo que la samaritana responde que no tiene marido. «Bien has dicho –asiente Jesús–; porque maridos has tenido cinco, y el que ahora tienes no lo es.» La samaritana debió entonces de abrir los ojos como platos. ¡Aquel extraño sabía que había sido mujer de cinco maridos y, en lugar de rehuirla como a una apestada, entablaba amistoso coloquio con ella! Aquí el Evangelio no hace comentario alguno; pero siempre que leo este pasaje imagino el natural desconcierto que a la samaritana debió de producirle la \''adivinación\'' de Jesús; un desconcierto que tal vez terminase en sonrisa, al reparar en el rostro afable de Jesús. ¿De dónde salía aquel tipo que la aceptaba sabiendo lo que era, como si su pasado no le importara, como si ese pasado hubiese sido fulminantemente borrado por el agua que le prometía? La samaritana debió de notar entonces la acción misteriosa de la gracia, que golpea sin desmayo a nuestra puerta, sin importarle demasiado nuestras debilidades; o, importándole tanto, que a todas ellas las abraza, con calidez incombustible. E, inevitablemente, tuvo que sonreír: con pudor, con gratitud, con incalculable alegría.

Pero donde la simpatía franca que Jesús emplea con las mujeres desborda la medida de lo previsible y alcanza el colmo, para hacerse subversiva, es en la jornada de su resurrección. El testimonio prestado por mujeres carecía de valor en aquella época, tanto para la ley mosaica como para el derecho romano; y, sin embargo, Jesús quiere que sean mujeres quienes anuncien el acontecimiento más importante de su paso por la tierra, el acontecimiento que justifica la fe que ha venido a fundar. Fueron, en efecto, mujeres quienes acudieron al sepulcro vacío, cargadas de bálsamos ya inútiles; fueron mujeres las primeras que lo vieron resucitado: primero, su madre, de quien sin duda había aprendido a tratar a las mujeres con franqueza; después, la Magdalena y el grupito femenino que lo acompañaba desde Galilea. En esta elección hay, desde luego, una recompensa a la lealtad (ellas habían sido quienes permanecieron en el Gólgota, al pie de la cruz, mientras los discípulos tomaban las de Villadiego); pero hay también un corte de mangas a los prejuicios de la época. A Jesús no se le podía escapar que nadie iba a prestar crédito al testimonio de aquellas mujeres; y que, por ello mismo, el anuncio de su resurrección iba a resultar mucho más problemático, como algunos días más tarde él mismo tendría ocasión de comprobar, camino de Emaús. En ese magnífico, grandioso, exultante corte de mangas a los prejuicios de la época, Jesús restablece para siempre la nobleza de la mujer, como nadie nunca se había atrevido a hacerlo, como nadie nunca lo hará.

El artículo está firmado por Juan Manuel de Prada. Está tomado de está página: XL Semanal

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