Pizan, Cristina de, La Ciudad de las Damas, texto y trad. de Marie-José Lemarchand, Madrid, Siruela, 1995, 5-7 (libro 1, cap. 1).

“Sentada un día en mi cuarto de estudio, rodeada toda mi persona de los libros más dispares, según tengo costumbre, ya que el estudio de las artes liberales es un hábito que rige mi vida, me encontraba con la mente algo cansada, después de haber reflexionado sobre las ideas de varios autores. Levanté la mirada del texto y decidí abandonar los libros difíciles para entretenerme con la lectura de algún poeta. Estando en esta disposición de ánimo, cayó en mis manos cierto extraño opúsculo, que no era mío sino que alguien me lo había prestado. Lo abrí entonces y vi que tenía como título Las Lamentaciones de Mateolo. Me hizo sonreír, porque, pese a no haberlo leído, sabía que ese libro tenía fama de discutir sobre el respeto hacia las mujeres. Pensé que ojear sus páginas podría divertirme un poco, pero no había avanzado mucho en su lectura, cuando mi buena madre me llamó a la mesa, porque había llegado la hora de la cena. Abandoné al instante la lectura con el propósito de aplazarla hasta el día siguiente. Cuando volví a mi estudio por la mañana, como acostumbro, me acordé de que tenía que leer el libro de Mateolo. Me adentré algo en el texto pero, como me pareció que el tema resultaba poco grato para quien no se complace en la falsedad y no contribuía para nada al cultivo de las cualidades morales, a la vista también de las groserías de estilo y argumentación, después de echar un vistazo por aquí y por allá, me fui a leer el final y lo dejé para volver a un tipo de estudio más serio y provechoso. Pese a que este libro no haga autoridad en absoluto, su lectura me dejó, sin embargo, perturbada y sumida en una profunda perplejidad. Me preguntaba cuáles podían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos, ni siquiera se trata de ese Mateolo, que nunca gozará de consideración porque su opúsculo no va más allá de la mofa, sino que no hay texto que esté exento de misoginia. Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos -y la lista sería demasiado larga- parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio. Volviendo sobre todas esas cosas en mi mente, yo, que he nacido mujer, me puse a examinar mi carácter y mi conducta y también la de otras muchas mujeres que he tenido ocasión de frecuentar, tanto princesas y grandes damas como mujeres de mediana y modesta condición, que tuvieron a bien confiarme sus pensamientos más íntimos. Me propuse decidir, en conciencia, si el testimonio reunido por tantos varones ilustres podría estar equivocado. Pero, por más que intentaba volver sobre ello, apurando las ideas como quien va mondando una fruta, no podía entender ni admitir como bien fundado el juicio de los hombres sobre la naturaleza y conducta de las mujeres. Al mismo tiempo, sin embargo, yo me empeñaba en acusarlas porque pensaba que sería muy improbable que tantos hombres preclaros, tantos doctores de tan hondo entendimiento y universal clarividencia -me parece que todos habrán tenido que disfrutar de tales facultades- hayan podido discurrir de modo tan tajante y en tantas obras que me era casi imposible encontrar un texto moralizante, cualquiera que fuera el autor, sin toparme antes de llegar al final con algún párrafo o capítulo que acusara o despreciara a las mujeres. Este solo argumento bastaba para llevarme a la conclusión de que todo aquello tenía que ser verdad, si bien mi mente, en su ingenuidad e ignorancia, no podía llegar a reconocer esos grandes defectos que yo misma compartía sin lugar a dudas con las demás mujeres. Así, había llegado a fiarme más del juicio ajeno que de lo que sentía y sabía en mi ser de mujer.”

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