Los religiosos ancianos (Del documento “Vida fraterna en comunidad”)

Una de las situaciones en las que la vida comunitaria se encuentra hoy con mayor frecuencia es el progresivo aumento de la edad de sus miembros. El envejecimiento ha adquirido un relieve especial tanto por la disminución de nuevas vocaciones como por los progresos de la medicina.
Para la comunidad este hecho comporta, por un lado, la preocupación de acoger y valorar en su seno la presencia y los servicios que los hermanos y hermanas ancianos pueden ofrecer; y, por otro, la atención que se ha de poner en procurar, fraternalmente y según el estilo de vida consagrada, los medios de asistencia espiritual y material que los ancianos necesitan.
La presencia de personas ancianas en las comunidades puede ser muy positiva. Un religioso anciano que no se deja vencer por los achaques y por los límites de la edad, sino que mantiene viva la alegría, el amor y la esperanza, es un apoyo de valor incalculable para los jóvenes. Su testimonio, sabiduría y oración constituyen un estímulo permanente en su camino espiritual y apostólico. Por otra parte, un religioso que se preocupa de sus hermanos ancianos ofrece credibilidad evangélica a su instituto como "verdadera familia reunida en el nombre del Señor".
Es oportuno que también las personas consagradas se preparen desde mucho antes a saber envejecer y a prolongar el tiempo "activo", aprendiendo a descubrir su nuevo modo de construir comunidad y de colaborar en la misión común, a través de la capacidad de responder positivamente a los desafíos del propio envejecimiento, con interés espiritual y cultural, con la oración y trabajando mientras puedan prestar su servicio, aunque sea limitado. Los Superiores organicen cursos y encuentros en orden a una preparación personal y a una valorización, lo más prolongada posible, en los normales ambientes de trabajo.
En el caso de que estas personas lleguen a no valerse por sí mismas, o tuvieran necesidad de cuidados especiales, aun cuando el cuidado sanitario lo presten los seglares, el instituto deberá procurar, con gran esmero, animarlas para que las personas se sientan presentes en la vida del instituto, partícipes de su misión, comprometidas en su dinamismo apostólico, alentadas en la soledad, animadas en el sufrimiento. Estas personas, en efecto, no sólo no abandonan la misión, sino que están en su mismo corazón y en ella participan de una forma nueva y más eficaz.
Su fecundidad, aunque invisible, no es inferior a la de las comunidades más activas. Más aún, éstas reciben fuerza y fecundidad de la oración, del sufrimiento y de la aparente inutilidad de aquellas. La misión tiene necesidad de ambas, y los frutos se manifestarán cuando venga el Señor en la gloria con sus ángeles.

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