Jóvenes de Montaña y Jóvenes de Ciudad

Se trata de una carta al director del Giornale del Mattino, Ettore Bernabei, fechada el 28.3.1956 y publicada en el periódico el 20.5.56. El texto en LPB, 53-60.

"(... ...)¿Tú te crees que uno de mis chavales de montaña va a tener un número de conocimientos muy por debajo que el de uno de ciudad de su misma edad?
Diez años de ojos abiertos ante el mundo por un chaval, son tan diez años aquí en el Monte Giovi como ahí en vía Tornabuoni. Y durante el mismo tiempo en que vuestros hijos posaban sus ojos sobre un montón de cositas escogidas, los míos no los tenían cerrados ni una pizca y los posaban sobre otras cosas.
Los vuestros conocen los dinosaurios y el puma, pero no distinguen un gazapo de una hembra. Los míos no saben los colores del semáforo, ni si un grifo gira a derecha o izquierda, pero para compensarlo saben todo sobre la vida del bosque, con sus infinitos nidos, reptiles, plantas durante el cambio de las estaciones y las horas.
Créeme, diez años valen lo que diez años. De acuerdo que sobre los libros hay una concentración de observaciones que con sólo nuestros ojos no se logra alcanzar. Pero aquí, en compensación, en el gran libro del bosque y del campo, hay una concreción de observaciones, que no se logrará jamás sobre los libros.
Además del libro del bosque está también el de las familias. Sobre las familias y sus leyes y relaciones, sabe mucho más un chico de aquí que uno de los vuestros. Pasa un entierro y no sabéis quién se ha muerto, cómo ha muerto ni si ha dejado tras de sí llanto y pleitos. Así que ¿qué vais a saber de la vida, fuera del reducido círculo de vuestra casa o de los libros que leéis y os engañan, porque habitualmente están escritos por gente aislada en su agujero como vosotros?
Todo este discurso nada más que para concluir que a priori es de suponer que, por ejemplo, un leñador de veinte años tiene una riqueza de conocimientos y una visión del mundo como la de un universitario de veinte años. No quiero decir igual, pero equivalente sí. Más rica por una parte, más pobre por la otra. En conclusión: con certeza, no inferior. Más aún, si tuviese que decir mi opinión, me inclino a pensar que, más bien, Dios habrá querido dar algo más al desheredado que al otro: en sentido común, equilibrio, realismo, etc.
Pues bien, ahora, a estos dos hombres, de los que estamos seguros que uno no es inferior al otro en su riqueza interna, pongámoslos frente a frente a discutir. O bien, frente a los problemas cotidianos que impone la vida moderna, y veremos a mi hijo caer al primer golpe. Humillado, zarandeado mil veces por el primer presumido estudiantillo urbano.
¿Acaso es que un semáforo o un grifo (obras humanas) valen más que el bosque (obra de Dios)? ¿Hay acaso entre los conocimientos una jerarquía de valores? ¿Algunas, las de la ciudad, nobles y útiles, y otras, las del bosque, innobles y hueras? Si hubiera que hacer tal jerarquía, querría que los conocimientos del bosque pasaran por delante de los de un programa de TV, o del último invento americano para hacer la vida cómoda y no viril. Pero esa jerarquía no existe. El saber siempre es noble cuando se trata de conocer la creación de Dios.
Así que estoy seguro de que la diferencia entre mi hijo y el vuestro no está ni en la cantidad ni en la calidad del tesoro encerrado dentro de la mente y el corazón, sino en algo que está en umbral entre el dentro y el fuera, o mejor, que es el umbral mismo: la Palabra.
Los tesoros de vuestros hijos se expanden libremente por esa ventana abierta de par en par. Los tesoros de los míos están aprisionados dentro para siempre y esterilizados. Así pues, lo que a los míos les falta es sólo eso: el dominio de la palabra. De la palabra ajena, para aferrar su íntima esencia y su precisos límites; y de la propia, para que exprese sin esfuerzo ni traiciones las infinitas riquezas que el pensamiento encierra.
Hace ocho años que doy escuela a campesinos y obreros y ya he dejado casi todas las demás materias. No hago más que lengua y lenguas. Me remonto diez o veinte veces por noche a las etimologías. Me paro en las palabras, se las secciono, se las hago vivir como personas que tienen nacimiento, desarrollo, transformación y deformación.
Los jóvenes no quieren saber de este trabajo durante los primeros años, porque no captan a la primera su utilidad práctica. Luego, poco a poco, prueban sus primeras alegrías. La palabra es la llave encantada que abre cualquier puerta. Alguno cae en la cuenta al enfrentarse con el libro del motor para el carné. Otro, entre las líneas del periódico de su partido. Un tercero se mete con los novelistas rusos y los entiende. Todos ellos se han dado cuenta en la plaza del pueblo y en el bar, donde el médico charla con el farmacéutico en voz alta, llenos de vanagloria. De sus palabras ya cogen hoy el sentido y todos los matices. Sólo se dan cuenta ahora que expresan un pensamiento que a fin de cuentas no valía tanto como parecía ayer, sino más bien poquito. Los más atrevidos han probado incluso a meter baza. Empiezan por enclavar al charlatán con las propias palabras que ha dicho.
"Palabras como personajes" se llama una de tus columnas periodísticas. Pues éste es precisamente mi ideal social. Cuando el pobre aprenda a dominar las palabras como personajes, la tiranía del farmacéutico, del mitinero y del administrador se romperá.
¿Una utopía? No. Y te lo explico con un ejemplo.
Cuando hoy un médico habla con un ingeniero o un abogado, discuten de igual a igual. Pero no porque sepa cuanto ellos de ingeniería o de derecho. Habla de igual a igual porque tiene en común con ellos el dominio de la palabra. Pues bien, a esta igualdad se puede llevar al obrero y al campesino sin que la sociedad se derrumbe. Siempre habrá obreros e ingenieros, no hay remedio. Pero esto no comporta de hecho el que se perpetúe la injusticia actual por la que el ingeniero deba ser más hombre que el obrero (llamo hombre a quien es dueño de su lengua). Ésta no forma parte de las necesidades profesionales, sino de las necesidades vitales de cada hombre; del primero al último que quiera llamarse hombre. (...)" Lorenzo Milani

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