Para no olvidar: Voltaire

COLECTA
Diccionario Filosófico de Voltaire:

Existen noventa y ocho órdenes monásticas en la Iglesia; setenta y cuatro que tienen rentas y treinta y cuatro que viven de la colecta, sin obligación de trabajar, según ellos mismos dicen, ni corporal ni espiritualmente para ganarse la vida, sino únicamente para evitar la ociosidad. Como señores directos de todo el mundo y partícipes de la soberanía de Dios en el Imperio del universo, tienen derecho de vivir a expensas del público y no hacer mas que lo que quieran. Así lo dice un libro curiosísimo titulado Felices éxitos de la piedad, y las razones que alega el autor no son menos convincentes. «Después —dice—que el cenobita ha consagrado a Jesucristo el derecho de aprovecharse de los bienes temporales, el mundo no posee ya nada contra la voluntad de éste, que considera los reinos y las señorías como el usufructo que en feudo les dejó su liberalidad. Eso es lo que al cenobita le convierte en señor del mundo, poseyéndolo por dominio directo, porque estando en posesión de Jesucristo por el voto que pronunció y poseyéndole, adquiere en cierto modo parte de la soberanía de éste. El monje tiene además la ventaja sobre el príncipe de que no necesita armas para que el pueblo le de lo que debe; posee su afección antes de recibir sus liberalidades, porque su imperio se extiende más sobre los corazones que sobre los bienes.»

Francisco de Asís imaginó, el año 1209, esta nueva manera de vivir de la colecta. He aquí lo que dispone su regla: «Los hermanos a los que Dios dotó de talento trabajarán con fidelidad, de modo que eviten la ociosidad sin apagar el espíritu de oración, y por recompensa de su trabajo recibirán lo indispensable para satisfacer sus necesidades corporales y las de sus hermanos que hayan hecho voto de humildad y de pobreza, pero no podrán recibir dinero. Los hermanos no tendrán nada propio, ni casa, ni sitio, ni nada, y considerándose como extranjeros en el mundo, irán con confianza a todas partes a pedir limosna.»

Notemos con el juicioso Fleury que si los inventores de las nuevas órdenes mendicantes no estuvieran casi todos canonizados, podría sospecharse que se dejaron seducir por el amor propio y que quisieron distinguirse por una perfección superior a la de las demás órdenes religiosas. Pero sin perjudicar su santidad, pueden atacarse sus propósitos, y el papa Inocencio III tuvo motivo para encontrar dificultades y para aprobar el nuevo instituto de San Francisco, lo mismo que el Concilio de Letrán, celebrado en 1215, tuvo para prohibir la introducción de nuevas órdenes religiosas.

Sin embargo de esto, como en el siglo XIII estaba escandalizado el público de los desórdenes que presenciaba, de la avaricia del clero, de su lujo, de la molicie y de la voluptuosidad en que vivían los monasterios que gozaban de rentas, ese mismo público quedó sorprendido de ver que había una orden que renunciaba a los bienes temporales en común y en particular. Por esto en el Capítulo general que San Francisco celebró cerca de Asís en 1219, en el que acamparon a campo raso más de cinco mil hermanos menores, la gente no dejó que carecieran de nada, y los pueblos y las aldeas inmediatas se disputaron el placer de servirles. Acudieron allí de todas las inmediaciones los eclesiásticos, los laicos, la nobleza, el pueblo, y no sólo les proporcionaron los alimentos necesarios, sino que se disputaron el honor de servirlos con sus propias manos, ofreciendo notable ejemplo de caridad.

San Francisco prohibió expresamente en su testamento a sus discípulos que pidiesen al Papa ningún privilegio, y se excusó de dar explicaciones a su regla. Pero cuatro años después de su muerte, en el Capítulo que se reunió en el año 1230, obtuvieron una bula del papa Gregorio IX, cuya bula declara que no están obligados a cumplir el testamento de San Francisco, y en ella se explica también la regla en varios artículos. De ese modo el trabajo manual, que recomienda la Sagrada Escritura y que practicaron los monjes, llegó a ser odioso, y la mendicidad, que antes era odiosa, llegó a ser honorable.

Por esto treinta años después de la muerte de San Francisco estaban ya relajadas las órdenes que fundó. Como prueba de lo que decimos, citaremos el testimonio de San Buenaventura, que no puede ser sospechoso, extractado de la carta que escribió a los provinciales y a los guardianes, siendo general de la orden, en 1257. Esa carta se encuentra en sus Opúsculos, tomo II, página 352. Se queja en ella de la multitud de asuntos para cuyo empeño pedían dinero, de la ociosidad de muchos hermanos, de su vida vagabunda, de sus importunidades para pedir, de los grandes edificios que edificaban, de su avidez para adquirir por medio de testamentos. San Buenaventura no es el único que clama contra tanto abuso; más explícito que él es todavía Camus, obispo de Belley. Digamos algo sobre estos abusos.

Los hermanos mendicantes, bajo el pretexto de la caridad, se entrometían en los asuntos públicos y particulares en todas partes; se enteraban de los secretos de la familia, se encargaban de la ejecución de los testamentos y tomaban el encargo de negociar la paz entre las ciudades y los príncipes. Los papas les encargaban varias comisiones fiándose de ellos, porque viajaban barato y porque les eran completamente adictos, empleándoles algunas veces hasta para recaudar dinero.

Fue lo más singular que los emplearon también para formar el tribunal de la Inquisición. Sabido es que en ese tribunal odioso el brazo secular se encargaba de la captura de los criminales, de la prisión, de la tortura, de la condenación, de la confiscación, de las penas infamantes, que con frecuencia son corporales. Y es cosa extraña ver que los frailes que hicieron profesión de humildad y de pobreza se transformen de repente en jueces criminales, disponiendo de alguaciles y de familiares armados, teniendo guardas y tesoros a su disposición, convirtiéndose en temibles para todo el mundo.

El desprecio del trabajo manual sumió en la ociosidad a los frailes mendicantes y a las otras órdenes religiosas, e hizo que se dedicasen a la vida vagabunda que San Buenaventura reprocha a sus hermanos, los que, según él dice, «son una carga para el público y escandalizan en vez de edificar, y con su importunidad para pedir, se hacen tan temibles como los ladrones». Efectivamente, esta importunidad es una especie de violencia que muchas gentes no pueden resistir, sobre todo cuando los que la ejercen llevan hábito y desempeñan una profesión que inspira respeto. Por otra parte, dicha violencia es una consecuencia natural de la mendicidad, porque el que mendiga tiene derecho a vivir, y el hambre y otras necesidades apremiantes matan el pudor y hacen que el hombre olvide la buena educación recibida. Cuando se pierden estas cosas, el que las pierde se jacta como de un mérito de tener más habilidad que los otros para recoger limosnas.

«La limpieza y el tamaño desmesurado de los edificios que poseemos —añade el mismo santo— causa molestias y gastos excesivos a las personas caritativas a cuyas expensas se edifican, y nos exponen a que formen de nosotros mala opinión.» «Esos hermanos —dice Pedro Desvignes—, que en los tiempos de la creación de sus órdenes religiosas despreciaban las vanidades del mundo, adquieren un fausto que desdice de su institución, poseen todo lo que desean y son más ricos que los ricos.» Conocidas son las palabras que Dufresny dirigió a Luis XIV: «Señor, no puedo extasiarme ni una vez siquiera contemplando el nuevo Louvre sin exclamar: Soberbio monumento, digno de la magnificencia del más grande de los reyes que con su nombre llenó el mundo. Acabaríais ese palacio si hubierais procurado que celebrara en él sus Capítulos una de las cuatro órdenes mendicantes y hubierais alojado en el palacio a su general.»

En cuanto a la avidez de entierros y de testamentos, referiremos lo que dice sobre este punto Matías Paris: «Se pelean por asistir al entierro de los poderosos, perjudicando al clero; tienen avaricia de las ganancias, y arrancan a la fuerza y secretamente testamentos en favor de su orden.» Sauval refiere también que en 1502, Gille Daufin, general de los franciscanos, en consideración a los beneficios que su orden había recibido de los miembros del Parlamento de París, concedió a los presidentes, consejeros y notarios permiso para que los enterraran con el hábito de San Francisco. No debe considerarse este permiso como una simple distinción, sino como una concesión muy importante, porque según dicen los de la regla, San Francisco desciende una vez cada año al purgatorio para sacar de allí las almas de los muertos cuyos cuerpos se enterraron con el hábito de su orden.

El obispo de Belley, que antes hemos citado, asegura que en una sola orden de mendicantes costaba cada año treinta millones de escudos de oro el vestido y el alimento de dichos frailes, sin contar otros gastos extraordinarios. De modo que no hay ningún príncipe católico que cobre tanto de sus vasallos como los cenobitas mendicantes exigen que les den los pueblos. ¿A cuánto no ascenderá, pues, esa suma, si añadimos el coste de las otras treinta y tres órdenes? «Puede calcularse —dice el referido obispo— que entre las treinta y cuatro órdenes sacan más dinero de los pueblos cristianos que sacan las sesenta y cuatro órdenes de cenobitas que tienen rentas y todos los demás eclesiásticos. Confesemos que resultan caros los mendicantes.

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