La Eucaristía, Palabra y don del Cuerpo y la sangre

Hay una publicación mensual llamada "La Misa de cada día" que es publicado por la Editorial Claret. Es un material para seguir la celebración eucarística de cada día del mes, según el calendario general. Tiene pequeñas lagunas y fallos, o, mejor dicho, cosas que yo pondría de otra forma. Pero críticas a parte, al final de los días del mes hay siempre un pequeño artículo de reflexión sobre liturigia o teología, con autores interesantes. Os reproduzco ahora el que apareció en el mes de junio. Espero que os guste.


 

La Eucaristía, Palabra y don del Cuerpo y la Sangre

Celebrar la eucaristía es participar en dos mesas: la mesa de la Palabra y la mesa del Pan y del Vino. La celebración eucarística es una celebración simbólica en la que escuchamos la Palabra de Dios y, con nuestros corazones inflamados por Ella, acogemos los Dones eucarísticos que el Señor resucitado nos concede hoy, en nuestro tiempo. Jesús deviene así nuestro Contemporáneo, el contemporáneo de todos los hombres y mujeres de la tierra.

La mesa de la Palabra

Celebrar la Eucaristía es, en primer lugar, participar en la mesa de la Palabra.

El sacramento de la Eucaristía tiene su origen en toda la vida y misterio de Jesús. No se reduce únicamente a revivir la Última Cena del Señor con sus discípulos. La raíz completa de nuestra Eucaristía es todo el proceso del encuentro y comunión del Cuerpo de Jesús con nosotros, hombres y mujeres, que se expresaba, sobre todo, en las comidas de Jesús con la gente. Jesús actuaba y hablaba; hablaba y actuaba. Su servicio de la Palabra de Dios jamás estuvo desvinculado de los gestos, acciones sanadoras y milagrosas.

El encuentro eucarístico comienza con la proclamación de la Palabra. Es la primera mesa: la mesa de la Palabra. La Palabra de Jesús transmite en directo el significado de las acciones, completa su simbolismo, haciéndolo accesible y, a la vez, más denso. La Palabra es la luz que ilumina y llena de sentido. La curación de un enfermo era interpretada por la Palabra de Jesús como regeneración espiritual y seña de la llegada del reino. Sin las palabras, las acciones de Jesús serían como una película muda, un vídeo sin sonido.

Ya desde sus inicios, la Iglesia configuró las celebraciones como celebraciones de la Palabra. Primero escuchaban las «memorias de los Apóstoles», o las palabras de testigos privilegiados. Se evocaba lo que Jesús hizo y dijo; pero también se leía y proclamaba la Palabra de Dios en los libros del Antiguo testamento. Esta proclamación permitía contemplar con una nueva luz todo lo que Jesús hizo y dijo. De ahí la importancia de la liturgia de la Palabra.

Dios, nuestro Padre, se nos revela en ella, nos trasmite sus misterio, nos habla como amigo, movido por su amor, se acerca a nosotros, viene a nosotros para gritarnos y recibirnos en su compañía. Dios Padre nos ha hablado muchas veces y de muchas maneras por la vía de los profetas. Y sobre todo, se nos ha revelado a través de su hijo Jesús. Él habla las palabras de Dios (Jn 3,34). Dice el Concilio Vaticano II que Dios Padre se dirige a la Esposa de su Hijo por medio de Él y de su Voz, que es el espíritu, y le habla al corazón. ¡Esta es la liturgia de Palabra en la celebración eucarística! (DV 8).

Cuando al final de la liturgia de la Palabra decimos «Palabra de Dios», no se trata de un protocolo, sino una verdad. Los santos Padres estaban convencidos de que abrir la Biblia era encontrarse con Cristo. Las escrituras son la Carne y la Sangre de Cristo: «Creo, decía san Jerónimo, que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo… aunque las palabras "quien no come mi cuerpo y mi sangre" se pueden entender también como el misterio (de la Eucaristía), aún así, las Escrituras, la doctrina divina, son verdaderamente Cuerpo y Sangre de Cristo». Y san Gregorio Magno decía al pueblo: «Vosotros que tenéis la costumbre de asistir a los divinos misterios, sabéis muy bien que es necesario conservar con muchísimo cuidado y respeto el Cuerpo de Cristo que recibís, para no perder ninguna partícula de él, para que nada de lo que ha sido consagrado caiga a tierra. ¿Pensáis que es una falta menos grave tratar con negligencia la Palabra de Dios que es su cuerpo?» Para los Padres, la Biblia es Cristo.

En la liturgia de la palabra comulgamos. La «Palabra misteriosamente partida y compartida» es consumida «eucarísticamente». Esta comunión nos prepara para la comunión con el Cuerpo y la Sangre. Cuando leían la Biblia, los Padres no leían los textos, sino a Cristo vivo y Cristo les hablaba; consumían la Palabra como el Pan y Vino eucarísticos, y la Palabra se ofrecía con la profundidad de Cristo.

A partir del Concilio Vaticano II la Iglesia ha vuelto a situar la Palabra de Dios dentro de su vida y su experiencia. La Palabra ha recobrado también su lugar central dentro de la celebración de la Eucaristía. El Concilio ha pensado que es necesario restituir a la Palabra su importancia máxima; en la celebración litúrgica, las lecturas y los salmos vienen de las Escrituras; las plegarias, oraciones e himnos está impregnados de su espíritu; de ella recibe su significado las acciones y los signos (SC 24).

La Iglesia ofrece una mesa de la Palabra «abundante». En ella se presentan los tesoros de la Biblia, de forma que en un periodo determinado de años el pueblo de Dios puede escuchar y meditar las partes más significativas de la Sagrada Escritura. EN el ciclo de tres años de las misas dominicales se leen textos de casi todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. La práctica totalidad de los libros bíblicos se proclaman en la liturgia.

La eucaristía es un misterio de escucha de la Palabra. EL Concilio subraya la unidad entre la es de la Palabra y la eucaristía del Pan y del Vino «La liturgia de la Palabra y la eucaristía están tan íntimamente unidas que constituyen un solo acto de culto» (SC 56).


 

La mesa del Pan y del Vino «eucarísticos»: Cuerpo y Sangre del Señor

Los ágapes de Jesús, y el ágape eucarístico, fueron momentos simbólicos de una enorme trascendencia. En ellos Jesús anticipaba el futuro de Dios con los seres humanos. Comer con alguien, en el contexto del pueblo judío, significaba entrar en comunión con él. Jesús quería entrar en comunión con todos, sin excluir a nadie: comió con fariseos y con publicanos, con pecadores y con buenas personas; compartió su comida con miles de personas en el desierto y se comportó como un anfitrión misterioso, de una enorme generosidad y exageración.

En la Cena de los Adioses el don de si mismo llegó al grado más elevado. Jesús parte y reparte el Pana a quienes ama y les dice al mismo tiempo que «es su Cuerpo». Toda su acción e dar el Pan –don y regalo– se convierte en el don de su Cuerpo –regalo inmenso de Dios Padre a todos sus hijos –. Toda su acción de entrega del cáliz, lleno de Vino, se convierte en la Sangre derramada y ofrecida, en la Vida que quiere ser compartida hasta formar con los comulgantes una sola vida hasta recrear la nueva y definitiva alianza. No había contradicción alguna entre el Cuerpo físico de Jesús y su Persona y el Cuerpo-Pan eucarístico. Jesús había demostrado a lo largo de su vida que su Cuerpo estaba en un camino permanente de entrega, de acercamiento. La salvación nos llegaba a través de un Cuerpo próximo, bendito, bendición de Dios para todos. Su Sangre no era una sangre azul, alejada de la gente. Jesús quiso, desde siempre, ser consanguíneo nuestro. Y Él, que nació de María, también quiso darnos toda su vida, para establecer una Alianza definitiva de la sangre.

En la celebración eucarística Jesús se hace presente en los dones eucarísticos de Pan y de Vino, no como alguien que viene desde fuera, como un ausente, sino como Aquél que ya está presente en la celebración; en la asamblea, en el ministro ordenado, en la proclamación de la Palabra, en el Espíritu. Su presencia es gradual y progresiva. Primero es presencia que dialoga, que habla; después presencia ardiente, esponsal, de unión de cuerpos, para formar un solo Cuerpo, por incorporarnos a su Cuerpo.

Es importante resaltar que quien se hace presente en la mesa de la Palabra y en la mesa de Pan y el Vino es el Señor. El Señor es quien preside y sirve la celebración en sus ministros. Él es la cabeza de su Cuerpo, que es la Iglesia-asamblea. Él es quien habla a través de las Escrituras. Y lo puede hacer porque es el Resucitado. Porque el Padre lo ha enviado a nosotros para bendecirnos. Porque lo llena todo.

Sobre la mesa eucarística hay pan y una copa de vino. No se trata de productos naturales, sino de realidades de la naturaleza transformadas por el hombre, socialmente instituidas. Pero, a la vez, no son únicamente «cosas» útiles, para la alimentación y la bebida, sino que –en la cultura del pueblo judío– eran símbolos los bienes esenciales para vivir: lo necesario (el pan), lo gratuito y festivo (el vino). El pan y el vino en Israel no eran un simple compuesto de trigo, o de uvas. Eran el resultado de una elaboración cultural humana. En el pan y el vino las fuerzas de la naturaleza y la habilidad cultura del hombre colaboran. EN la cultura hebrea adquirieron un significado importante.

Las palabras del Señor resucitado, pronunciadas por su ministro, interpretan con una profundidad inimaginable el sentido y la finalidad de los dones ofrecidos. Jesús no dijo «si lo deseáis, en este gesto podéis descubrir como yo me doy a vosotros…». Nos mandó decir, sin vacilación alguna: « ¡Esto es…!». Jesús manifiesta tal seguridad en sus palabras, que indica cuál es la realidad del Pan, de la Copa. Esto supone –según la fe de la Iglesia– que estas palabras las hace realidad el Espíritu Santo, que son auténticas palabras del Señor resucitado en medio de su Iglesia y tienen la eficacia de la Palabra de Dios. Por eso, se invoca varias veces al Espíritu Santo, para que convierta el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor.

Comulgar, pues, no es tanto recibir al Señor como ser recibidos por Él en su Cuerpo y en su Alianza. Somos "in-corporados" al cuerpo de Cristo. La Palabra, los Dones, hacen más intensa, más viva y consciente nuestra unión con Jesús. En ÉL encontramos la Vida que nos hace vivir. Pero no quedamos absorbidos en una especie de entidad superior abstracta. La comunión de Jesús con cada uno de nosotros es única, irrepetible. Responde a nuestra identidad más personal e individual. En el Cuerpo del Señor somos más nosotros mismo, porque nos libera, nos hace "ser", nos confiere autentica identidad.

La comunión es la unión del Esposo t de la Esposa, de Jesús con su Iglesia. No es un acto meramente individual entre Jesús y cada uno de nosotros. Nos unimos a Jesús formando parte de la Iglesia. Por eso, se realiza en cada comunión aquel dicho profético del libro del Génesis: «Los dos serán una sola carne». En cada comunión eucarística la Iglesia se hace un solo Cuerpo con su Señor. Es momento místico, momento de amor, momento de misterio que no se puede banalizar. La comunión, no obstante no termina cuando se apagan los cirios de la celebración. La comunión continúa a lo largo del día, como aroma de amor, de encuentro, como energía para la acción misionera.

Es interesante ver cómo el proceso eucarístico, la participación en ambas mesas, responde a nuestra manera de vivir el encuentro. Se inicia con la Palabra, culmina con los gestos. Entender la Eucaristía desde la metáfora esponsal es la manera de ver cómo la Iglesia, auténticamente eucarística, que participa en ambas mesas, es capaz de ser fecunda: "Sin mí, no podéis hacer nada".

Adorar la Eucaristía no consiste únicamente en adorar el Pan y el Vino consagrado, también es adorar la Palabra de Dios. Rezar ante el Cuerpo y la Sangre del Señor, como respuesta al don del Cuerpo y la Sangres, es también oración ante la Palabra, como respuesta a la Palabra

José Cristo Rey Paredes

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