Por mí que no quede

(Jn 15, 1-8: Domingo 5 de Pascua)

“Jesús hizo una promesa. La agapé acabará triunfando sobre el mal y sobre la muerte. Para comprobarlo habrá que ponerla en práctica. No hay forma de saber si esto será así o no. Más aún, todo apunta a que el mal es más poderoso. ¿Debo fiarme de esta promesa? ¿Será Jesús fiel? Aquí es donde tengo que tomar una decisión. Voy a fiarme de él, a ver qué pasa. La tarea de los cristianos, como dice la carta de Pedro, es acelerar la venida del Reino de Dios. Pues por mí que no quede”.

Estas palabras del filósofo José Antonio Marina, recogidas en su libro Por qué soy cristiano, constituyen un eco personal al evangelio de hoy, quinto domingo de Pascua. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos”: es una imagen plástica, comprensible desde los parámetros teológicos del AT y la experiencia cotidiana de un pueblo agrícola. La idea, más allá de la imagen por la cual viene expresada, es la siguiente: Jesús vincula el seguimiento a la adhesión vital a su persona.

Existe una manera impersonal de comprender la fe: como conjunto de verdades recibidas, custodiadas por una casta especial de creyentes, que se transmiten de generación en generación. Desde este esquema, el papel del individuo es nulo. Es decir: la personalidad concreta del creyente, sus circunstancias particulares, importan poco o nada en el proceso de fe. Desgraciadamente, muchas personas encuentran satisfacción habitando en este modelo. Y sorprende el auge de nuevas corrientes espirituales, muchas laicales, que no ocultan su apego a cierto dogmatismo.

El cristianismo admite pluralidad de comprensiones, pero hay algo que no puede faltar: la conexión con Jesús. Es en lo que insiste hoy el cuarto evangelio: la comunidad nace gracias al recuerdo vivificante de las palabras y las obras del Señor. Si ese recuerdo se atenúa, si se convierte en mero aparato teórico, la fe se debilita. En el origen está Jesús, su proceso de humanización, su manera divina de comprender al hombre y su trato humano con Dios.

Cuando miramos el proceso de fe de Francisco, podíamos pensar que estamos delante del caso del creyente ingenuo: su insistencia constante en el magisterio de la Iglesia, la veneración que expresa por los sacerdotes, su devoción eucarística, el respeto por los libros y objetos litúrgicos. Pero estos aspectos representan solamente la superficie. El fondo es otro, más profundo. En sus escritos (sobre todo en los más autobiográficos, como el Testamento) y en las primitivas vidas del Santo, encontramos un subrayado: Francisco vive y comprende la fe como relación de confianza, a la manera bíblica de Abrahán, que apoya su hombro en Dios, o del discípulo amado, que reclina su cabeza en el costado de Jesús.

Es un buen ejercicio pascual: tratar de revivir la fe en clave de confianza. ¿Confiamos en lo que decimos creer: Dios Padre Todopoderoso, el Espíritu como dador de vida, la infinita duración del Reino de Jesús…? ¿Confiamos en que esas verdades no se enuncian a la manera de un teorema matemático o un principio de la Física? ¿Confiamos en su repercusión en nuestras vidas, en que nos ayudan a vivir, a pisar la tierra y a mirar los cielos, a proyectar maneras nuevas de relación, más justas, más tiernas, más humanas? Por nosotros, desde luego, que no quede.

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