La herida del Espíritu

(Jn 20, 19-23: Domingo de Pentecostés)

 

El evangelio de hoy, fiesta de Pentecostés, nos descubre una sorpresa: el Espíritu Santo no es una presencia etérea de Dios, al contrario, se relaciona con las manos heridas y el costado abierto de Jesús. Ya hemos visto, en los primeros domingos de Pascua, la insistencia de los evangelistas en conectar al Jesús crucificado con el Señor Resucitado. Comentábamos, al hilo del asunto, el gran problema que vivió la comunidad primitiva: el recuerdo de Jesús contenía una parte oscura, su condena a muerte era una sombra alargada sobre la reputación de sus seguidores. La tentación de olvidar esa parte de la historia debió de ser grande.

En el texto evangélico de hoy vuelve a aparecer la misma secuencia: el miedo de los discípulos, la presencia del Señor y el reconocimiento de éste en las marcas de la pasión, la alegría. Y encontramos un añadido: la efusión del espíritu. Se habla de Nueva Creación, o de culminación de la obra creadora. El espíritu exhalado en la creación (Gn 2,7) que infunde en el ser humano el aliento de vida, es completado por el propio aliento de Jesús. Los discípulos, receptores del Espíritu, son recreados con la humanidad gloriosa de Jesús. Desciende sobre ellos, también, la existencia herida del Maestro, sin la cual no hay resurrección, sin la cual la búsqueda del Reino no se convierte en vida en abundancia. El Espíritu confiere la capacidad de creer que en la herida está la salvación.

Si atendemos a la vida de Francisco descubrimos que la impresión de las llagas no sucede en la Verna. Allí acontece un encuentro íntimo, envuelto por el Misterio, con Jesús. Pero la estigmatización es todo un proceso. Comienza con su acercamiento al leproso, verdadero signo de comprensión del Reino en clave de misericordia, y continúa en la construcción de la fraternidad, origen del dolor de Francisco. Podríamos leer su vida desde la relación “herida / salvación” o, en otras palabras, “llagas / Espíritu”. Y es que el proceso de estigmatización de Francisco coincide con su Pentecostés personal: a medida que se identifica con Jesús recibe su Espíritu, el don de creer en la fraternidad como un camino.

El mensaje que el franciscanismo lanza al mundo es, por eso, pascual. Incluye el recuerdo renovado (buscando nuevas formas, adaptando los lenguajes) de quién es Jesús. El franciscano ha de considerar a Jesús como un mapa: el que le acerca a Dios y le dirige al propio centro personal. Ha de indagar en la personalidad de Jesús, conocer su manera de amar, observar sus opciones, dirigirse por su modo de relación. La tarea consiste en resucitar al Jesús de los libros, en mostrarlo a la sociedad. Y mostrar, también, su herida: la que sufrió por amar, por proyectar una religión constituida en el gozo y la libertad, la alabanza y el cariño. El franciscanismo, más allá de las cuatro paredes de los conventos, es un grito que el Espíritu lanza al mundo. Su contenido es claro: “los diferentes pueden convivir”.

Nuestras Constituciones repiten que el primer apostolado del capuchino es la vida en fraternidad. Tal idea, profundamente cierta, no nos exime de la urgente responsabilidad de atender las heridas de este mundo. Al contrario, nos obliga a hacerlo, indicándonos que la relación fraterna es el criterio a seguir. Se trata de continuar el proceso de los discípulos quienes, reconociendo en las heridas de Jesús la posibilidad de salir de sí mismos, reconducen su existencia con la ayuda del Espíritu, ampliando su horizonte.



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