RESUCITAR CON LA HERIDA (Lc 24,35-48)

En nuestra cultura, obsesionada con la imagen, va triunfando la idea de que todo se puede esconder: cualquier dolor puede ser encubierto, para todo hay pastillas. Conviene ocultar las tristezas, no permanecer demasiado vulnerables. Abunda la banalidad. La cultura del no-sufrir inventa anestesias sentimentales, sedaciones para las heridas de la existencia.
El evangelio nos advierte: el anuncio de la resurrección no es un anuncio publicitario. Su protagonista (un hombre signado con los estigmas de la cruz) poco tiene que ver con los modelos de belleza perfecta que el marketing nos propone. Algo ocurrió entre los primeros cristianos. Existió una tendencia a borrar las marcas del sufrimiento de Jesús, sus antecedentes penales. Era mejor quedarse con la parte bonita de la historia: los milagros, la congregación de masas, las hermosas metáforas sobre Dios y, por supuesto, el Jesús que retorna, victorioso, de la muerte.
Sin embargo, el evangelio corrige semejante perspectiva. Esta imagen llagada de la resurrección es un guiño a la comunidad primitiva y una advertencia a nosotros, cristianos del siglo XXI. Se trata de no olvidar las opciones de Jesús, deshumanizándolas. Su vida no fue un juego con cartas marcadas. La muerte de Jesús es la clave de arco que la vida en abundancia necesita: ella pone el sello de autenticidad y realismo a todo lo que, sin ella, se quedaría en algo totalmente ajeno para gente de carne y hueso. La pasión de Jesús hace todo el resto creíble a gente que, cada cual a su manera, arrastra su propia pasión.
Y es que la vida nos hiere, nos marca. Francisco, al final de sus días, asume su situación personal: la enfermedad (resultado de un estilo de vida descentrado de él mismo), el aislamiento al que le han sometido los frailes (consecuencia de su opción carismática), la duda de si todo habrá merecido la pena. Aprendió a vivir con la herida, en un lento ejercicio de reconciliación interior (con sus propias contradicciones) y exterior (con las zonas más oscuras de los hermanos).
Pero, ¿es justo hablar de la pasión en pascua? Pareciera que, nunca mejor dicho, gozásemos metiendo el dedo en la herida… El evangelio no se delecta en el dolor, no se complace con el drama. Jesús no exhibe sus heridas a la manera de esos visionarios que aparecen en las televisiones, ofreciendo un mensaje distorsionado de la pasión. Jesús resucita con la herida y con ella se hace presente en medio de nosotros, recordándonos que toda acción arrastra una consecuencia. Como aparece escrito en el presbiterio de una iglesia románica del sur de Francia: «Surrexit sicut dilexit», “Resucitó como amó”. Jesús, que aprendió a amar hiriéndose, marcándose con el sufrimiento de los otros, inaugura el camino de la Vida Nueva insistiendo en ese mismo mensaje: vale la pena perder años de vida por los otros, morirse incluso antes de tiempo. Sólo desde ahí se fragua la resurrección.

            La última escena de La Misión recoge unas palabras del cardenal enviado por la curia romana, refiriéndose a los jesuitas Padre Gabriel y Rodrigo Mendoza: «Ahora ellos están muertos, y yo sigo vivo. Pero en realidad son ellos los que viven y yo el que ha muerto». A continuación, en medio del paisaje destruido por el fuego, aparece un grupo de niños indígenas que toman una barca y se introducen río adentro. Una bella manera de escenificar la resurrección: la efusión de la sangre que se transforma en vida.

   Fr. Jaime Rey Escapa

Esquema de reflexión para el II Domingo de Pascua

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