De la Conferencia: Un nuevo Pentecostés franciscano Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap.

4. Una predicación franciscana renovada

A la luz de estas premisas procuremos ver cómo podríamos realizar hoy estos tres aspectos fundamentales de la primitiva experiencia franciscana que he evidenciado: predicación, plegaria [oración] y pobreza.

A propósito del primero, la predicación, habría que plantearse ante todo una cuestión inquietante: ¿qué lugar ocupa actualmente la predicación en la orden franciscana? En una predicación a la Casa Pontificia, brindé en una ocasión reflexiones que creo que pueden servirnos también aquí. En las iglesias protestantes, y especialmente en ciertas iglesias nuevas y sectas, la predicación lo es todo. En consecuencia, a ello se encaminan y encuentran modo natural de expresarse los elementos más dotados. Es la actividad número uno en la Iglesia. En cambio ¿quiénes son los que se reservan a la predicación entre nosotros? ¿Dónde van a parar las fuerzas más vivas y válidas de la Iglesia? ¿Qué representa el oficio de la predicación, entre todas las posibles actividades y destinos de los jóvenes sacerdotes? Me parece vislumbrar un grave inconveniente: que se dediquen a la predicación sólo los elementos que quedan después de la elección por los estudios académicos, por el gobierno, por la diplomacia, por la enseñanza, por la administración.

Hablando a la Casa Pontificia dije: hay que devolver al oficio de la predicación su puesto de honor en la Iglesia; aquí añado: hay que devolver al oficio de la predicación el lugar de honor en la familia franciscana. Me ha impresionado una reflexión de De Lubac: "El ministerio de la predicación no es la vulgarización de una enseñanza doctrinal en manera más abstracta, que sería respecto a aquella anterior y superior. La predicación es, al contrario, la enseñanza doctrinal misma, en su forma más elevada" [11]. San Pablo, el modelo de todos los predicadores, ciertamente anteponía la predicación a cualquier cosa, y todo lo subordinaba a ella. Hacía teología predicando, y no una teología de la que otros dedujeran después las cosas más elementales para transmitir a los fieles en la predicación.

Los católicos estamos más preparados, por nuestro pasado, para ser "pastores" que "pescadores" de hombres; esto es, estamos más preparados para apacentar a las personas que han permanecido fieles a la Iglesia que para traer a ella a nuevas personas, o para "repescar" a las que se han alejado. La predicación itinerante elegida por san Francisco para sí, responde precisamente a esta exigencia. Sería una lástima si ahora la existencia de iglesias y grandes estructuras propias hiciera también de nosotros, franciscanos, sólo pastores y no pescadores de hombres. Nosotros, franciscanos, somos "evangélicos" por nacimiento y por vocación; no debemos permitir que la predicación itinerante, en ciertos continentes -como América Latina-, la lleven a cabo sólo las modernas Iglesias "Evangélicas" protestantes.

Asimismo habría que hacer observaciones importantes sobre el contenido de nuestra predicación. Se sabe que la primitiva predicación franciscana estaba completamente centrada en el tema de la "penitencia"; hasta el punto que el primitivo nombre que se dieron los frailes fue el de "penitentes de Asís". Por predicación penitencial se entendía entonces una predicación enfocada en la conversión en el sentido del cambio de costumbres, por lo tanto de carácter moral. Fue el mandato que dio Inocencio III a los frailes: "Id con el Señor, hermanos, y, según Él se digne inspiraros, predicad a todos la penitencia" [12]. En la Regla definitiva este contenido moral se especifica: los predicadores deben anunciar "los vicios y las virtudes, la pena y la gloria" [13].

En este punto, un retorno mecánico al origen sería fatal. En una sociedad impregnada toda de cristianismo, el tema de las obras constituía el aspecto sobre el que era más natural y urgente insistir. Hoy ya no es así. Vivimos en una sociedad que en muchos países ha pasado a ser post-cristiana; lo más necesario es ayudar a los hombre a llegar a la fe, a descubrir a Cristo. Por eso no basta con una predicación moral o moralista; se necesita una predicación kerigmática dirigida al corazón del mensaje, que anuncie el misterio pascual de Cristo. Con este anuncio los apóstoles evangelizaron el mundo pre-cristiano y con tal anuncio podemos confiar en re-evangelizar el mundo post-cristiano.

Francisco, y gracias a él también en parte sus primeros compañeros, lograron evitar este límite moralista en su predicación. En él vibra con toda su fuerza la novedad evangélica. El evangelio es de verdad evangelio, o sea, buena nueva; anuncio del don de Dios al hombre antes aún que respuesta del hombre. Dante recogió bien este clima, cuando dice de él y de sus primeros compañeros:

"Su concordia y sus felices semblantes,
su maravilloso amor y la dulzura de sus miradas
fueron causa de santos pensamientos". [14]

Habían hallado -dicen las fuentes- el tesoro escondido y la piedra preciosa, y querían darlo a conocer a todos [15]. El aire que se respira alrededor de Francisco no es el de ciertos predicadores franciscanos posteriores, especialmente en el período de la Contrarreforma, del todo centrada en las obras del hombre, austera y aflictiva, pero de una austeridad más cercana a la de Juan Bautista que a la de Jesús. La imagen misma de Francisco se altera gravemente en este clima. Casi todos los cuadros de esta época le representan en meditación con una calavera en la mano, ¡a él, para quien la muerte era una hermana buena!

Así que sigamos también nosotros, franciscanos, predicando la conversión, pero demos a esta palabra el sentido que le daba Jesús cuando decía: "Convertíos y creed en el evangelio" (Mc 1,15). Antes de Él, convertirse quería decir siempre cambiar de vida y de costumbres, volver atrás (¡es el sentido del hebreo shub!), a la observancia de la ley y de la alianza quebrantada. Con Jesús ya no quiere decir volver atrás, sino dar un salto adelante y entrar en el reino que ha venido gratuitamente entre los hombres. "Convertíos y creed" no son dos cosas separadas, sino la misma cosa: ¡convertíos, esto es, creed en la buena nueva! Es la gran novedad evangélica y Francisco la acogió instintivamente, sin esperar a la teología bíblica del momento.

Comentarios