Tercer Domingo de Cuaresma

Homilia preparada por fray Miguel María Andueza, capuchino:

 “No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre (Jn 2, 13-25). Hemos llegado en nuestra sociedad a un extremo tan grave que nunca lo denunciaremos suficientemente. Vivimos en una civilización que tiene como eje de pensamiento y criterio de actuación, la secreta convicción de que lo importante y decisivo no es lo que uno es sino lo que tiene. “Tanto tienes, tanto vales”.
Hoy el dinero es el “dios” más venerado y el ídolo más respetado y más querido. Para muchos, el dinero es lo decisivo, lo importante y definitivo; adquirir un bienestar material, lograr un prestigio económico.
Todos estamos de acuerdo en afirmar que el hombre occidental se ha hecho materialista y, a pesar de sus grandes proclamas sobre la libertad, la justicia o la solidaridad, apenas cree en otra cosa que no sea el dinero.
El templo deja de ser lugar de encuentro con el Padre cuando nuestra vida es un mercado donde sólo se rinde culto al dinero. Y siendo más concretos: ¿nosotros en qué hemos convertido “la casa del Padre”? ¿Son nuestras iglesias lugar donde nos encontramos con el Padre de todos, que nos urge a preocuparnos los unos de los otros, o el lugar en que tratamos de poner a Dios al servicio de nuestros intereses egoístas? ¿Qué son nuestras celebraciones?
Da la impresión de que Dios está presente en los pueblos pobres y marginados de la tierra, y se está ocultando lentamente en los pueblos ricos y poderosos. Los países del tercer mundo son pobres en poder, dinero y tecnología, pero son más ricos en humanidad y espiritualidad que las sociedades que los marginan.
Tal vez el viejo relato de Jesús expulsando del Templo a los mercaderes nos pone sobre la pista (no la única) que puede explicar el porqué de este ocultamiento de Dios precisamente en la sociedad del progreso y del bienestar. El contenido esencial de la escena evangélica se puede resumir así: allí donde se busca el propio beneficio no hay sitio para un Dios que es Padre de todos los hombres y mujeres.
Cuando Jesús llega a Jerusalén no encuentra gente que busca a Dios, sino comercio. El mismo Templo se ha convertido en un gran mercado. Todo se compra y se vende. La religión sigue funcionando, pero nadie escucha a Dios. Su voz queda silenciada por el culto al dinero, el consumismo, el bienestar, el prestigio social. Lo único que interesa es el propio beneficio.
Según el evangelista, Jesús actúa movido por “el celo de la casa de Dios”. El término griego significa ardor, pasión. Jesús “apasionado” por la causa del verdadero Dios y, cuando ve que el templo está siendo desfigurado por intereses económicos, reacciona con pasión denunciando esta religión equivocada e hipócrita.
La actuación de Jesús recuerda las terribles condenas pronunciadas en el pasado por los profetas de Israel. Sólo citaré las palabras que Isaías pone en boca de Dios: “No me traigáis más dones vacíos ni incienso execrable... Yo detesto vuestras solemnidades y fiestas; se me han vuelto una carga que no soporto. Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no las escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones. Cesad de obrar el mal, aprended a obrar el bien. Buscad la justicia, levantad al oprimido; defended al huérfano, proteged a la viuda. Entonces, venid.”. (Is.1, 11-28).
No es extraño que en la Europa de los “mercaderes” se hable hoy de “crisis de Dios”. Allí donde se busca la propia ventaja o ganancia sin tener en cuenta el sufrimiento de los necesitados, no hay sitio para el verdadero Dios. Allí el anhelo de Trascendencia se apaga y las exigencias del amor se olvidan. Esa Europa del bienestar donde la crisis de Dios está ya generando una profunda crisis del ser humano, necesita escuchar un mensaje claro y apasionado: “Quien no practica la justicia y quien no ama a su hermano, no es de Dios”.
¿Qué queda de mercantilismo en nuestras relaciones con Dios?
¿Qué deberíamos purificar en nuestras celebraciones?
¿Hasta qué punto es Jesús y su mensaje centro de nuestro culto?
Una eucaristía verdadera hace de la comunidad creyente sacramento de reconciliación y de paz, de solidaridad y de colaboración, de justicia y de progreso de todos los pueblos del mundo, en especial de los más pobres. La comunidad es hoy el Cuerpo del Señor. No podemos celebrar sin pan y sin vino. Mucho menos podremos celebrar sin fraternidad, sin humildad, sin solidaridad y reconciliación. Donde hay discordias y diferencias, dice San Pablo, "esto ya no es celebrar la cena del Señor" (1 Cor 11,20).
Vivamos en consciente solidaridad con los innumerables pobres del mundo y con nuestro trabajo apostólico, incitemos particularmente al pueblo cristiano a trabajar por la justicia y la caridad para promover el progreso de los pueblos (Const. 60,5).

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