FRAY JARDINERO

Cuando, a punto de acabar las obras en el convento, el guardián, con una cara de esas que sólo se ponen para comunicar malas noticias, se acercó a fray Luis, éste, que ya peina canas, advirtió que algo pasaba. Para facilitarle el trabajo, sacó la mejor de sus sonrisas, comentó varias cosas poco relevantes y, casi sin darle importancia, le preguntó a su guardián qué quería decirle. Y esto fue lo que oyó:

—Mira, hermano, bien sabes cuán molestas son las obras. Ruidos, polvo en todos los rincones de la casa, desorden de objetos y, además, cambios inevitables que a todos nos duelen. Resulta que ayer mismo, el arquitecto me comunicó que, según los nuevos planos, el rinconcito del jardín donde tú cultivas las flores, pues, en fin, me temo que va a desaparecer. En su lugar van a construir un pequeño cuarto para el control de la electricidad y la calefacción del convento. Y, como bien conoces, el resto del jardín está ya ocupado, por lo que, no sé cómo decírtelo, tus hermosas flores van a desaparecer.

Al escuchar esa última frase, a la memoria de fray Luis vino de repente una larga historia. Recordó, como dicen que recuerdan los que están a punto de morir, toda la vida que había compartido con aquellas flores. Recordó las mañanas de domingo en los puestos callejeros, donde había comprado las primeras. Recordó los injertos y los guantes verdes, medio rotos, que usaba para hacerlos. A su cabeza, como un diluvio de imágenes impetuosas, vinieron multitud de detalles: el color de la tierra arcillosa, el olor a humedad, el rocío de las mañanas, los pájaros revoloteando, las dos viejas tortugas del convento que solían sestear en el jardín. Para fray Luis, nuestro buen hermano, aquellas no eran flores. Igual le ocurre a una madre, para quien sus hijos no son simplemente seres humanos: son Pedro, Raquel, Irene o Manolo. Él conocía el carácter de sus flores, su personalidad. Sabía distinguir la friolera, la robusta, la endeble, la más altiva, la generosa en compartir el agua y la presumida al tomar el sol.

Fray Luis no respondió a su guardián. Dijo que entendía, que se hacía cargo, que  a la mañana siguiente dejaría libre aquel rincón del jardín. Esa misma noche, en la oración, recordó un antiguo texto franciscano: aquel en que los primeros hermanos reciben la visita de la Dama Pobreza y, cuando ésta pregunta dónde viven los frailes, ellos, llenos de alborozo, la toman de la mano y la suben a la cima de un collado alto y, allí, en la cúspide, le dicen: Nuestro convento es el mundo. Fray Luis comprendió entonces qué debía hacer con las flores: plantarlas en la ciudad, en los jardines públicos, junto a otras flores anónimas y más necesitadas de cariño. Así, además de hacerse compañía unas a otras, el convento de los frailes quedaría de alguna manera extendido en el mundo.

Hace unas semanas estuve de visita en la ciudad donde vive fray Luis. Él me enseñó los lugares secretos donde ahora viven sus flores…. Nuestro Padre San Francisco, hortelano oficial del cielo, al tiempo que riega las orquídeas que la Dama Pobreza ha plantado en el balcón, da las gracias a Dios porque existen en la tierra frailecitos así.

 

EN ALABANZA DE CRISTO.

Comentarios

  1. Gracias por tus cuentos, me ayudan a disfrutar con los pequeños detalles que nos ofrece la vida.

    ResponderEliminar
  2. Me alegro que te gusten. Iré colgando más.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario