EL FRAILE Y LAS PALOMAS


Cada mañana, cuando abre la pequeña portería de su convento, Fray Santiago dibuja un gesto alegre con los labios. Allí, en la repisa que hace de mostrador, le espera, como sucede desde hace ya algún tiempo, una hermosa amiga suya. Presumida, mantiene en alto su cabeza, le mira de soslayo, como haciéndose la despistada, preocupada en disimular que, desde hace un buen rato, aguarda nerviosa y encogida el ruido de las llaves en la puerta, el hábito marrón que resguarda del frío invernal de Castilla al buen fraile portero.

La suya es una relación de pocas palabras. Y es que, cuando hay amor, no hacen falta largos discursos. Importan más los detalles. Fray Santiago se ocupa de abastecer su mesa: migas de pan tierno, granos de arroz del que tiran en las bodas, algunas hojas de lechuga o la cáscara de las manzanas. Ella, que acaba de sobrevolar el cielo rosa del amanecer, le cuenta a su modo, en su idioma, cómo están las nubes, qué tal anda el tráfico aéreo y se posa, confiada, sobre algunos de los libros viejos que nuestro hermano capuchino siempre tiene a mano. Allí, resguardada en esas cuatro paredes, mira concentrada cómo trabaja el fraile: la contaduría del dinero, la fábrica manual de rosarios, el cuidado del libro de misas, la atención del teléfono, el registro de los novios que se van a casar en la iglesia…. Ella observa la faena diaria, silenciosa y llena de amor. Cuando descubre que al fray le ocurre algo, que su rostro trasmite cansancio o adivina en sus ojos las huellas de una noche de insomnio, entonces, discreta, pero decidida, cambia de actitud. Su silencio habitual se trasforma en gorgoteos, su mayestática figura abandona la rigidez y revolotea en torno al fraile, trasmitiéndole en su vuelo el cariño con que Dios creó a los colibríes, los faisanes, las torcaces y el resto de aves del cielo.  

Su último regalo es la ampliación del amor. Desde hace unas jornadas, ya no aparece sola. Ha querido presentarle a una compañera de camino celestial. Otra paloma, más joven, más impetuosa y dicharachera, comparte con ella la repisa del mostrador, las migas del pan tierno, las hojas de lechuga y las atenciones del fraile. Éste, al principio, se sintió sorprendido por el aumento de la compañía. Pero, a pesar de no ser teólogo, pronto comprendió que tras el suceso se encontraba nítida la presencia de Dios. El amor busca la intimidad, la confidencia, pero —si tiene la necesaria anchura cristiana— nunca se cierra en sí mismo, sino que persigue la apertura, la expansión. Dos que se aman necesitan compartir el amor.

Yo he presenciado varias veces la escena: en una pequeña portería de un convento capuchino de Madrid, todas las mañanas de invierno, un fraile y dos palomas representan una parábola viviente. Nuestro Padre San Francisco, mientras rasga las cuerdas de un violín en el cielo, da las gracias a Dios porque existen en la tierra frailecitos así.

 

EN ALABANZA DE CRISTO.

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