Salmo 6 “Señor, misericordia, que desfallezco”

2 .Señor, no me corrijas con ira,

no me castigues con cólera.

3. Misericordia, Señor, que desfallezco,

cura, Señor, mis huesos dislocados.

4. Tengo el alma en delirio,

y tú, Señor, ¿hasta cuándo?

5. Vuélvete, Señor, liberta mi alma,

sálvame por tu misericordia:

6. porque en el reino de la muerte nadie te invoca,

y en el Abismo, ¿quién te alabará?

7. Estoy agotado de gemir,

de noche lloro sobre el lecho,

riego mi cama con lágrimas.

8. Mis ojos se consumen, irritados,

envejecen por tantas contradicciones.

9. Apartaos de mí los malvados,

porque el Señor ha escuchado mis sollozos;

10. el Señor ha escuchado mi súplica,

el Señor ha aceptado mi oración.

11. Que la vergüenza abrume a mis enemigos,

que avergonzados huyan al momento.


1. AMBIENTACIÓN.


Este salmo es el primero del grupo denominado por la comunidad cristiana ‘salmos penitenciales’: un conjunto de salmos en los que los creyentes vieron una llamada a la conversión y dotados de una eficacia privilegiada para crear y alimentar la actitud de penitencia necesaria a todo cristiano.


Pese a las discusiones que existen entre los especialistas sobre su cronología y la identificación de su autor, todos coinciden en una serie de aspectos, interesantes para captar el mensaje profundo de esta oración:


- Pertenece al modelo de salmo de lamentación: una súplica individual, «quizá de las más dramáticas del salterio» (J. Collantes), que terminará por adquirir un carácter litúrgico convirtiéndose en una invocación que cualquier enfermo, de cualquier época eleva al Dios silencioso y aparentemente ausente.


- En su contenido hay dos niveles: uno muy claro y aparente: la presentación simple y elemental del sufrimiento físico. El otro, más velado, pero igualmente decisivo, es la presentación del sufrimiento por el pecado: a la luz de la creencia en la retribución, la prueba, el dolor viene sobre el orante por su culpa (vv. 3.5.7-8). Por eso «el pecador que insistentemente suplica el perdón y la reconciliación con Dios... es la trama invisible que sostiene el dinamismo del salmo» (J. Collantes).


- Ante esta situación el salmista no alega nada en su defensa: mientras Job reacciona probando su inocencia, nuestro orante está convencido de que sólo puede apelar a la misericordia de Yahvé; sólo arrojándose en sus brazos e invocando su perdón podrá salvarse. De ahí que ha podido escribirse que «finitud y confianza, sufrimiento físico y amargura interior, sentido del dolor y sentido de la vida, fiebre y soledad son los dos polos en torno a los cuales gira esta oración» (G. Ravasi).


2. ANÁLISIS.


Desde estas notas generales podemos hacer una aproximación a la estructura literaria del salmo que presenta numerosos indicios de su carácter de súplica: invocación intensa (v. 2), alegación de motivos para que Dios se vea obligado a actuar (v. 6), confesión de la certeza absoluta de ser escuchado (v. 11), etc.


Pero ¿quién es el sujeto de esta oración? ¿Quiénes son los ‘adversarios’ que se le oponen? A pesar de que ha habido quien ha interpretado el sujeto en clave de colectividad, opina la mayoría que el sujeto es un yo personal que expone un sufrimiento físico grave junto a la angustia que embarga su alma. Más tarde este grito individual, por su sencillez a la vez que por su fuerza, entraría en el repertorio litúrgico convirtiéndose en voz de otros orantes. En cuanto a los ‘malvados’ (v. 9), los ‘enemigos’ (v. 11) a los que no es fácil definir, podrían ser, según G. Ravasi, tanto los que, aprovechando la extrema desolación del orante, se burlan de su fe en Dios: «Todo el día dicen: ¿dónde está tu Dios?» (Sal 42,4), o también aquellos que, fríos espectadores del mal y seguros de su bondad, lanzan sus censuras sobre el hombre que sufre (ver el libro de Job).


Estas anotaciones nos ayudan a entender y profundizar la simbología y la estructura del salmo:

A) La simbología se agrupa fundamentalmente en torno a dos polos de atención:

- Acude el salmista a antropomorfismos para describir dos rasgos de Dios: en primer lugar, la ira de Yahvé, elemento clásico en la Escritura para expresar su incompatibilidad con la maldad y la injusticia. Sin embargo, consciente de que esa ira es capaz de destruir y aniquilar al pecador, el salmista la presenta como una función pedagógica y paterna en línea con lo que escribe Jeremías: «Corrígenos, Señor, pero con tino, no con tu ira, no sea que quedemos pocos» (10,24). En el v. 5 aparece el segundo antropomorfismo: «¡Vuélvete!», súplica ardiente para que Yahvé vuelva de su lejanía; llamada angustiada para que, retornando, vuelva a hacer resplandecer su rostro y con él la paz y la felicidad.

- Por su parte el orante, se presenta a sí mismo a través de una simbología anatómica que nos acerca a su dolor físico y a su angustia existencial: el alma (v. 4) nos habla de la ansiedad y desazón que se han instalado en lo más profundo de su yo; los huesos (v. 3b) nos dicen de su dolor físico, de la concentración en él de todos los dolores; los ojos (v. 8) nos presentan el desmoronamiento total que experimenta en su ser. Dan fuerza a estos símbolos los verbos empleados que nos hablan de desconcierto radical, desmoronamiento del ser, angustia ante la oscuridad más profunda. En el v. 6 encontramos condensada esta situación: como salida a su estado, el orante no ve más que la muerte, la caída en el sheol, en el mundo en el que ya no podrá participar con todo el pueblo en la alabanza de Yahvé.


B) La estructura del salmo es tripartita:


- La introducción (v. 2), que se repite en otros salmos (38,2), es probablemente una fórmula estereotipada por la que el enfermo reconoce su culpabilidad como causa del pecado. «¿Quién pecó, él o sus padres, para que nazca ciego?» (Jn 9,2), preguntaban todavía los discípulos a Jesús.

- El cuerpo del salmo (vv. 3-8), en el que son posibles distintas subdivisiones, es la expresión lacerante del dolor que destruye, por dentro y por fuera, al orante, dolor que le aboca al mundo de la nada y del que sólo le puede librar el Señor, fiel siempre a su alianza.

- Después del grito desgarrado de las estrofas anteriores, el salmo concluye con una situación nueva: un grito de victoria, al mismo tiempo que de imprecación contra los enemigos, que son, a la vez, enemigos del Señor y del orante (vv. 9-11). De este modo nacen la esperanza y el optimismo: el salmista está alegre por la certeza de que «el Señor no abandona y que ya en la amargura del presente están escondidos los gérmenes de la liberación. La fe tiene una fuerza que transforma el dolor en alegría, la desesperación en confianza» (G. Ravasi). Se hace así realidad la descripción que hace F. Urbina: «Sólo el que ha pasado por la desesperación sabe lo que es la Esperanza. Sólo el que ha gustado de la proximidad de la muerte sabe el valor de la Vida. Sólo el que ha experimentado la oscura alternativa del ateísmo en un mundo dejado de la mano de Dios, sabe lo que es el gozo infinito de que DIOS sea».


3. PISTAS PARA LA ORACIÓN.

Son varias las claves que podemos emplear para la oración cristiana profunda de este salmo, relativamente breve en su expresión, pero cargado de contenido. Apuntamos algunas como pistas para una traducción real a nuestra vida:


A) El hecho de que la comunidad cristiana, ya desde el s. VI, haya descubierto en él un carácter penitencial, nos da la primera clave: convertirlo en oración de un pecador que, enfermo en lo más profundo de sí mismo, siente la necesidad de vivir la exigencia profunda de la fe que le lleva a la comunión con Dios desde la confianza en su palabra y en su gracia liberadoras.


B) Es posible también una clave cristológica orando el salmo a la luz de textos que nos presentan a Jesús enfrentado con la realidad del mal. Podrían ser éstos: «Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero ¡si para esta hora he venido!» (Jn 12,27; este texto sirve de título cristiano al salmo en 1a Liturgia de las Horas); su grito desgarrado en 1a cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34), rompiendo la noche de todo el dolor humano, es también la puerta abierta a la entrega confiada en las manos del Padre: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,46). También nos ilumina un texto de la carta a los Hebreos: «Él, en los días de su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas, a gritos y con lágrimas, al que podía salvarle de la muerte; y Dios lo escuchó, pero después de aquella angustia, Hijo y todo como era» (5,7-8).


C) Desde estas palabras podemos y debemos orar el salmo en medio del dolor, el nuestro y el de todos los hombres. No para hacer de Dios un ‘tapaagujeros’, sino, porque, como escribía Martin Buber, «sólo en las profundidades del sufrimiento y la desesperación llegan los hombres a conocer la gracia». Pero eso es posible únicamente cuando se vive a Dios en una fe profunda y entregada.


D) En un mundo como el nuestro, en el que tantas veces la contradicción, la dispersión y la ruptura interior destruyen al hombre, podemos orar también el salmo pidiendo a quien es la Unidad que nos libre de nuestras contradicciones (v. 8), es decir, de todo eso que va destruyendo nuestro ser y nos impide una comunión total con él con los demás; que evite que nuestros ‘huesos sean dislocados’ (v. 3) y que caiga ‘en delirio nuestra alma’ (v. 4), indicios siempre de la ruptura que hay en nosotros.

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