Diario de Jesús -13-

Poco a poco me fui atreviendo a hablar. No eran discursos elocuentes, sino palabras que me salían del corazón: «No anden preocupados por lo que van a comer o por lo que han de vestir. Miren los pajarillos: no tienen graneros pero nunca les falta grano. Miren los lírios del campo: no se fatigan hilando, pero nunca quedan desnudos. Todo eso, comida y vestido, se lo proporciona Yahweh a las aves y a las flores. Pero ustedes son mucho más valiosos, ustedes son hijos de Dios, y Él les ama como ustedes no son capaces de soñar. No se preocupen por el día de mañana. Vivamos el día de hoy alegremente con la certeza de que Dios es nuestro Padre y no nos abandonará. A cada día le basta su afán».

Los hombres y las mujeres me escuchaban con interés y sentían que sus espíritus encontraban paz y confianza. Yo mismo sentía avivarse en mi interior una fe capaz de trasladar montañas. Caminaba por los caminos polvorientos, bendecía al sol que calentaba nuestros rostros, y a las nubes que nos cubrían con su sombra. De pronto vi que una muchedumbre me seguía, ansiosa de escuchar que Dios es Padre y Rey misericordioso, y que su Reino es para los pobres, los que lloran, los hambrientos, los maltratados… La esperanza se despertaba en aquellos corazones oprimidos por la tristeza, la angustia, el desprecio de los poderosos y la brutalidad de una dura existencia.

«¿Será verdad» –preguntaban ilusionados– «Sí –gritaba yo convencido–, Dios es Padre y no nos va a defraudar».

Y lloraban lágrimas de consuelo, y en medio de esas lágrimas, lucía de pronto una sonrisa agradecida que se transformaba en un hermoso arco iris, como en los tiempos de Noé después del diluvio. Llanto y sonrisa me rodeaban y yo no podía ignorar las tristezas y angustias de las pobres gentes, tristezas y angustias que intentaba transformar en gozo y esperanza. Terminaba agotado mi jornada, y cuando la gente se retiraba a sus casa a descanast, yo intentaba revivir mi experiencia y volver a escuchar esa palabra que transformó mi vida: «Tú eres mi hijo amado, que me llenas de alegría». Y yo no encontraba palabras, y como un niño pequeño, no me casaba de repetir: «Abbá, abbá, abbá…»

(Foto: El lago de Galilea desde el Monte de la Bienaventuranza)

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