Una respuesta vital

La realidad implica sufrimiento. La realidad del mundo. La propia realidad personal. El sufrimiento esa segunda piel del hombredesemboca en la pregunta por su causa y su sentido. Y la pregunta, tácita o conscientemente, da lugar a una respuesta formulada en una actitud existencial. Veamos cómo se trasluce este proceso en una composición de la cubana Dulce María Loynaz (1902-1997), comparándolo después con el modo que tiene la Biblia de tratar el mismo tema.

 

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Todas las mañanas hay una rosa que se pudre

en la caja de un muerto.

Todas las noches hay veintinueve monedas que compran a Dios.

Tú que te quejas de la traición cuando te muerde,

o del fango cuando te salpica… Tú que quieres amar

sin sombra y sin fatiga… ¿Acaso es tu amor más que la rosa

o más que Dios?

 

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Una figura literaria, la inclusión, determina el ritmo del poema. En efecto, al principio y al final encontramos dos términos —la rosa, Dios— que se repiten. En uno y otro extremo de la pieza, su significado no es el mismo. Al comienzo, enuncian, presentan un juicio neutro sobre la realidad, ofrecen el resultado de una mirada exploradora. Todas las mañanas, todas las noches (procedimiento poético para mencionar la totalidad del tiempo) el mundo sufre. La descomposición de una rosa en un ataúd (primera imagen) y la repetición del gesto de Judas (segunda imagen), aplicados a la cotidianidad, evocan fuertemente la memoria del lector, remueven su experiencia, logran la empatía necesaria para seguir leyendo.

Tras esta presentación general (la belleza convertida en ruina / la traición inherente al amor), el poema continúa su curso con la aparición violenta de un . A ese lector al principio inmóvil, se le coloca ahora dentro del discurso. Su mundo más íntimo (el ámbito de sus relaciones y su capacidad de amar) es puesto en escena. Ya no se trata de un escrutador atento de lo humano: es su propio amor el que está en entredicho. El imaginario que se emplea es vivamente plástico y corporal: una mordedura, una mancha de barro, la sombra, el cansancio.

El poema, al final, enlaza los tres elementos: la rosa, Dios y el . Es el resultado de la inclusión: lo abstracto se convierte en concreto, lo ajeno se encarna en la propia piel. La pregunta (¿Acaso es tu amor más que la rosa o más que Dios?) supone una interpelación a la realidad personal: lo que sucede en el mundo, sucede en el universo acotado de la propia vida.

 

No es sencillo determinar en una frase de qué habla el poema. ¿El dolor? ¿La imperfección del mundo? ¿El rostro más oscuro del amor? En el mundo griego existía un concepto que, de alguna manera, engloba y unifica todos estos temas: la hybris, que podemos traducir por “desmesura” y, en pocas palabras y aunque simplificando mucho, es posible explicar como el pecado de Prometeo: la mirada del hombre capta el dolor que contiene el mundo, los límites de la finitud y, en un gesto de impotente arrogancia, el hombre se comporta como él piensa que debiera comportarse un dios.

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La antropología bíblica también conoce este proceso. Es común encontrar la contraposición entre la pequeñez humana y la altura de Dios (cf. el estribillo de Is 2,6-21: Será humillado el hombre…sólo el Señor será ensalzado), o entre la visión aparente y la mirada profunda (¿Por qué se glorían el polvo y la ceniza / si aún en vida se pudren sus entrañas?, Eclo 10,9). Mediante la alegoría del árbol, y como figura ejemplar, el profeta Ezequiel describe el engreimiento de Egipto y su caída hasta el abismo: Fíjate en Asiria, cedro del Líbano… cuya cima destaca entre las nubes…Por haber empinado su estatura y haber erguido su cima hasta las nubes, y haberse engreído por su altura, lo entregué a merced de la nación más poderosa para que lo tratara según su maldad… El día que bajó al Abismo vestí de luto el Océano... Se trata del faraón y de su tropa (Ez 31). El libro de los Proverbios calificado bellamente por un autor como una oferta de sensatez— se ocupa muchas veces del tema: Orgullo y soberbia, / mal camino y boca falsa, / los detesto (8,13); El Señor arranca la casa del soberbio / y planta los linderos de la viuda (15,25).

La Biblia no colorea la oscuridad del mundo para ocultar sus tinieblas; ni trata de domesticar el ímpetu humano su llanto de dolor, su sed de justicia con amenazas de ultratumba. La Biblia no silencia la voz del hombre, al contrario: le encara con su realidad profunda, le ofrece un espejo que no engaña y, desde ahí, desde su verdadera dimensión, le invita a la vida. Qué hermosas son, en este sentido, las últimas palabras del rey David a su hijo Salomón: Yo emprendo el viaje de todos. Ánimo, atrévete a ser un hombre (1 Re 2,2). Es el testamento de una existencia profundamente humana: la vocación, la amistad, el egoísmo, la culpa, la vanidad, el silencio, la duda, la entrega… todos los sentimientos humanos los conoció el rey David.

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Dos escritores del NT nos han transmitido las palabras más contraculturales de Jesús, su discurso más antiprometéico: las bienaventuranzas, ese infalible programa para no tener éxito en la vida, pero, a la vez, ese libro de texto para aprender a contestar cuando, al final del camino, nos examinen del amor. Mateo y Lucas, en el monte, en la llanura, nos regalan la esperanza de Jesús, su mirada sobre el mundo. Una mirada paradójica que no seca el llanto ni ofrece asilo en cuarteles de invierno, pero que regala algo mayor: un estilo de vida.

           

El pequeño poema de Dulce María Loynaz nos pone en aviso: no existe nada en el mundo sin correspondencia en el propio corazón. La literatura del AT nos lo recuerda: el hombre no es Dios. Y Jesús, en coherencia con su propia vida, nos invita a una respuesta existencial. 

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