Unas palabras al corazón

La Biblia es una fecunda fuente de inspiración poética. No sólo porque en su interior encontremos algunas de las obras más importantes de la poesía universal (los Salmos, Job, el Cantar de los Cantares…), sino porque toda la Escritura aparece atravesada por un profundo sentimiento de humanidad: en ella, el hombre contempla el mundo, indaga los abismos del propio corazón, levanta la mirada a los cielos o se anega en el pozo del sufrimiento.
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Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950) es un poeta de nuestros días. En su obra, además de la recreación del mundo clásico, aparece como una constante definida el recurso a la Biblia. Más que menciones puntuales en poemas concretos, el suyo es el caso del escritor con espíritu bíblico: imbuido en la Escritura, ha hecho de ella su patria espiritual. Veámoslo en una pequeña pieza, recogida en su libro “Por fuertes y fronteras” (Madrid 1996).


ÁLZATE, CORAZÓN

Álzate, corazón, consumido de penas,
levántate, que sopla un viento de esperanza
por el mundo, llevándose con él tus inquietudes
y la costra de angustia que apaga tus latidos.

Álzate, viejo amigo, que el dios de los humildes
ha vuelto de su viaje al país de las sombras
y alumbra con su ojo la prisión en que yaces,
limando los barrotes de tu melancolía.


El tono (una súplica consolatoria) y el contenido (en dos partes bien marcadas: 1º/ la situación de desamparo personal, y 2º/ el anuncio de la Presencia que ha de revocar ese estado) son bíblicos. Nos recuerdan al universo poético de los Salmos. Sobre todo, a uno en especial: Escucha, Señor, mi voz que te llama, / ten piedad de mí, respóndeme: —“Buscad mi rostro”. / Mi corazón te dice: / —Yo busco tu rostro, Señor: / no me ocultes tu rostro (Sal 27, 7-8). En el Antiguo Testamento, el corazón es la sede de la vida consciente: pensamientos, recuerdos, deseos, imaginaciones. Igual que en nuestro poema. ¿A quién se dirige el poeta? ¿A sí mismo? ¿A un interlocutor en particular? ¿A un colectivo? La palabra castellana corazón es plurisémica: el poeta se habla a sí mismo, construye un interlocutor privilegiado —su propia vida, su situación personal—, pero, también, y con mucha fuerza, se encara con el lector del poema, con cada uno de nosotros que, en la lectura, nos convertimos en destinatarios del mensaje.
El tema de la confianza en Dios aparece diseminado en todo el Salterio. El Sal 27, antes citado, concluye con dos versos inolvidables: Espera en el Señor, sé valiente, / ten ánimo, espera en el Señor. Ese es, si tuviéramos que hacerlo, el resumen perfecto de nuestro poema castellano, pero con una añadidura: el Señor que se espera es ya el Cristo resucitado, es el dios de los humildes, el que ha vuelto de su viaje por el país de las sombras. Luis Alberto de Cuenca, con un puñado de palabras, mediante unas pocas imágenes, conjuga el tema veterotestamentario de la confianza en Dios con el motivo cristiano del Jesús victorioso. Lo encontramos en el cuarto Evangelio: No estéis turbados. Creed en Dios y creed en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no, os lo habría dicho, pues voy a prepararos un puesto. Cuando vaya y os lo tenga preparado, volveré a llevaros conmigo, para que estéis donde yo estoy. Y sabéis el camino para ir a donde yo voy (Jn 14, 1-4).
En nuestro poema encontramos dos miradas. Una, introspectiva, lanzada hacia el centro de la propia vida, en la que se descubre un panorama desolador: penas, inquietudes, angustias, melancolía. Otra es la mirada que se proyecta hacia un regreso: el que se ha marchado está de vuelta y, con su llegada, advienen nuevos elementos: un viento de esperanza, luz, alegría. Idéntica óptica es la que descubre el pueblo hebreo tras el paso del Mar Rojo (cf. Ex 14, 31) o la que pone fin al último discurso de Job: Te conocía sólo de oídas, / ahora te han visto mis ojos (Job 42, 5). Es la mirada íntima del corazón humano, el don que otorga la fe: reconocer, en el fango del dolor, la luminosidad de Dios.
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En la tradición bíblica, al igual que en nuestro poema, no se persigue ocultar la desdicha ni difuminar con fuegos de artificio las sombras de la existencia humana. El mensaje de salvación no invita a la tranquila ignorancia. Ahora bien, el punto de partida del hombre, comprendido bíblicamente, no es el hombre mismo, ni su finitud, ni su vulnerabilidad, ni su radical soledad. El mejor lugar para contemplar al hombre es Dios. Y no es Dios en sí mismo, sino Dios hecho hombre. Son los ojos de un Dios que ha llorado (cf. Jn 11, 33) los que alumbran la prisión en que yaces, es la esperanza de un Dios que se sintió triste (cf. Mt 26, 38) la que lima los barrotes de tu melancolía. Nuestro poema participa de esa misma esperanza, evoca la memoria histórica de Jesús, recrea, en definitiva, una hermosa bienaventuranza, poco conocida, que nos trasmite Mateo: ¡Dichoso el que no se sienta por mí defraudado! (Mt 11, 6)

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