Sigo esperando

Nota previa necesaria: Este artículo es original de Fray Juan Francisco Santos. Está publicado con su autorización expresa y el mérito es todo suyo.


No sé si con exageración, pero pienso con mucha frecuencia y le doy vueltas en la mente, a un deseo, que estoy seguro se cumplirá. ¿Cuándo? No lo sé, pero llegará el día.
        
Se trata de ver, palpar, a nuestra querida Iglesia más despojada de ropajes que no le van bien. Por más que nos hayamos acostumbrado a ello, la Iglesia no soporta añadiduras que a Cristo le hubieran molestado. No me imagino dirigiéndome a Jesús con el título de Excelentísimo Sr. Maestro Jesús. Ni llamarle Eminencia o Santidad. Aunque este último título le cuadraría perfectamente, pero por lo que podemos deducir del Evangelio, no lo hubiese aceptado. El mismo dijo que el único título aceptable entre sus seguidores es el de “hermanos”.
         ¿Para qué, entonces, inventamos la pólvora? Ni siquiera un simple Monseñor le hubiese encajado. No me lo imagino con vestimentas rojas, clamorosas, con una mitra que le hiciera sentirse más crecido. Al menos mi percepción y meditación del Evangelio no me da para ello.
         Comprendo perfectamente todo ese paquete, que se ha ido trasmitiendo de generación en generación, que no tuvo su origen en las primeras comunidades cristianas, que vivieron sencillamente la influencia del Señor, sino que partió más bien de una estructura paralela a los usos del Imperio Romano. Después ya no lo pudo contener nadie. Es más, diríamos que se canonizó, se le buscó explicación y hasta simbología litúrgica para que todos se sintieran a gusto.
        Hoy el mundo vería con agrado y veneración el despojo voluntario de toda esta carga añadida a la Iglesia, continuadora de la obra de Cristo. Sí, son gestos simbólicos que no atañen a la esencia del ser Iglesia, pero que realizados, servirían para un mayor acercamiento y comprensión, aún por parte de aquellos que se sienten ajenos a la institución. Un gesto simbólico fue el de pedir perdón, primero del Papa Pablo VI y luego de Juan Pablo II. Perdón por los errores de procedimiento de la Iglesia a través de los siglos. Con esa súplica de perdón la Iglesia no perdió nada, y sí ganó mucho.
         No me considero un hijo rebelde de esta Iglesia. Todo lo contrario, y más en este crepúsculo de mi vida, que no se presta a devaneos. Amo a mi Iglesia entrañablemente, y por eso, anhelo con la expresión de San Pablo que sea la Iglesia “sin mancha, ni arruga, ni cosa semejante”. (Ef. 5, 27)
         Posiblemente esta sinceración mía se la lleve el viento. Tampoco me preocupa demasiado. Pero yo sé que lo que acabo de decir lo firmarían muchos cristianos, buenos, santos cristianos.
         Lo he pensado, lo he meditado y lo he escrito, porque creo que es un acto de amor, y manifestarlo me da un poco de paz a mi espíritu. Lo demás, lo importante, lo dirá el Señor. Yo sigo esperando.

Comentarios