El tamaño del Reino

A Dios no lo ha medido nadie. No sabemos cuáles son sus proporciones y, sin embargo, cuando nos acercamos a él a través de palabras, le llamamos “Todopoderoso”, “Infinito”, “Omnisciente” (sabelotodo, pero más fino). De una manera que no sabemos muy bien explicar, sentimos que Dios es muy grande, el más grande.

A lo mejor, Jesús sí sabías las medidas de Dios: un millón de metros de largo y quinientos mil metros de ancho, por ejemplo. Jesús, que se llevaba tan bien con el Padre, dijo una vez a sus amigos: “Si no os volvéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos”. ¿Será por un problema de espacio? Tal vez. Si Dios es tan grande, el más grande, debe de ocupar casi toda la superficie del Reino con sus brazos grandes, sus enormes manos, sus piernas inmensas como montañas. Si Dios es tan gigante, en su Reino –lleno de toda la buena gente que en el mundo ha sido- tendremos que estar muy apretados, como en el metro de Madrid a las ocho de la tarde. Solución: ahorrar espacio, cruzar los umbrales del Reino siendo muy pequeños, como niños que, sentados en la silla, no alcanzan a tocar el suelo con los pies. Cuanto más pequeños sean sus habitantes más espacio habrá en el Reino.

Pero quién sabe. Dios es tan desconcertante que se hizo hombre, perdió su estatura. El creador del espacio y del tiempo eligió nacer a la vida en el vientre de una muchacha, se hizo hombre. La mejor manera de averiguar cómo es Dios es escuchando lo que de él nos dice Jesús, su fotógrafo: Dios es simple, es santo, es justo, pero, lo que más, Dios es Abba, es cordial, es misericordioso.

Francisco de Asís, que también tenía buen ojo para las cosas de Dios, se olió bien de qué iba el tema. Sabemos (por las pocas páginas que nos dejó escritas y por lo que nos cuentan sus compañeros) que su mayor empeño en la vida consistió en ser el más pequeño de todos los hombres. Francisco no se contenta con ser pobre, quiere ser el más pobre; no le vale ser pequeño, sino que lucha para que le traten como al más insignificante de los hombres. Y, ¿por qué? Que no se asombre nadie: yo creo que quiere ser pequeño porque, igual que Jesús, Francisco ha visto la imagen de Dios.

Estoy convencido: Francisco está enamorado de Dios, le seducen hasta las comas del Evangelio. Ha comprendido que la Palabra se dirige a los hombres sencillos, a los que confían, a aquellas personas con vista larga, capaces de intuir la mano de Dios detrás de cada cosa, detrás de cada segundo que transcurre en nuestra vida.

Los herederos del sueño de Francisco nos apellidamos “franciscanos”. Pero nuestro nombre es otro: “hermanos menores”. Al llamarnos así, queremos decir algo al mundo, queremos contagiar nuestro sueño a todos los hombres. Ser menores, hoy en día, quiere decir lo mismo que para Jesús y para Francisco, aunque tengamos que decirlo con otras palabras.

Queremos ser menores en el amor: amar dando y recibiendo, conceder la máxima importancia al rostro que esté delante de nosotros, sea el que sea. Amar mucho, pero sabiendo que nuestro amor no va a cambiar el mundo, no destruirá todo nuestro egoísmo ni el de los demás.

Menores en el dolor: acercarnos con humildad al sufrimiento, ofreciendo nuestra presencia y lo que esté de nuestra mano. Ser humildes ante un hombre que sufre, renunciando a explicarlo todo, a domesticarlo todo, a embadurnarlo todo con discursos teológicos sobre Dios.

Ante la incertidumbre, queremos ser como niños de pecho, no agobiarnos por las cosas que no dependen de nosotros, no inundar el mundo con profecías sobre los malos tiempos que vendrán. Queremos abrir los ojos a la vida, caminar por ella con mucha conciencia y mucha fe en la bondad de Dios.

Porque Jesús de Nazaret conoció el amor y el desamor, supo lo que era el beso y la hora del abandono; sufrió las fatigas de la vida y celebró el gozo de la amistad; trató con pobres y marginados, pasó por delante de muchos a los que no pudo consolar; él mismo se sintió desesperado. Porque también Francisco vivió con plenitud la vida, se le hinchó el corazón cuando recibió la noticia de que Dios es bueno, de que quiere siempre, espera siempre, acompaña siempre.

Porque el tamaño del Reino es muy pequeño: mide lo mismo que nuestro corazón. En él se construye el espacio que Dios nos tiene diseñado, el espacio de una vida sencilla, pacífica, rebosante. El paraíso de Dios comienza en nuestra vida y tenemos que ser pequeños no para entrar en él, sino para dejarle espacio suficiente para que nos conquiste por entero.

Comentarios

  1. Nunca se me habría ocurrido eso de las medidas de Dios: me ha abierto horizontes. En cuanto a la minoridad franciscana, pienso que me queda mucho camino por andar.

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