La Transfiguración


«Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (Mt 17, 1-2).

A lo largo de la historia ha habido una cuestión que ha ido cambiando y que será difícil que encuentre solución. Cómo compaginar que Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre. Hay momentos en la historia en los que se ha dado énfasis a la parte divina y así vemos a los Cristos Pantocrátor: Jueces soberanos y todopoderosos. En otros momentos se destacado la parte humana y así tenemos al Cristo Hippie de “Jesucristo Superstar” o al Cristo guerrillero. Y la cuestión arranca desde la primera comunidad. Ellos también tuvieron ese problema y trataron de dar su respuesta. Por eso hay momentos en los que se muestra la humanidad profunda de Jesús, la muerte de Lázaro, y otros en los que Jesús se muestra como el Dios que és. Momentos epifánicos, centrales e importantes. Y la Transfiguración es uno de esos momentos. No es sólo el profeta que los dos de Emaús seguían, no es el que da pan o cura. Es Dios, el Hijo predilecto de Dios, enviado por Dios para que le escuchemos. Moisés y Elías, los dos profetas principales del judaísmo lo atestiguan. Pedro, Juan y Santiago, los apóstoles principales lo atestiguan. El Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento sólo hablan de él. El es el centro, el es Dios.
Y ante su presencia sólo cabe la adoración, sólo cabe la escucha, sólo cabe la fe. La razón que no sea creyente no encontrará argumentos para seguirle. Los sentidos pierden su sentido y no pueden explicar la grandeza de nuestro Dios y la humildad de nuestro hermano. Él quiere que nos encontremos con él, por eso sube a lo alto. Quiere que le veamos, por eso brilla más que el sol. Y él quiere que llevemos esa noticia a los demás. Por eso no deja a sus discípulos refugiarse en el Tabor, sino que les hace bajar a los caminos a los pueblos donde uno se encuentra con la gente.
Jesús vino a nosotros para mostrarnos que Dios está con nosotros. No es algo lejano, no es algo que no sepa de nosotros. Está cerca de nosotros y conoce nuestra vida y nuestra realidad. Por eso quiere lo mejor para nosotros. Por eso nos dio a su Hijo siendo uno de nosotros, para decirnos con claridad que nuestra vida no le es ajena, sino que somos lo que Él ama. Lo único que nos pide es que seamos como Él, que amemos como el ama.

Dios te Salve María, llena eres de gracia,
el señor es contigo, y bendita tu eres
entre todas las mujeres,
y bendito es el fruto, de tu vientre Jesús.
Santa María, madre de Dios,
ruega por nosotros los pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte.
Amén

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