Homilia Tercer Domingo de Adviento



LECTURAS:

Is 35,1-6a.10

Sant 5,7-10

Mt 11,2-11

1. No es buen consejero el desierto para caminar hacia el futuro que viene. Las ardientes arenas pueden quemar no sólo los ojos haciéndoles caer en espejismos que no llevan a ninguna parte; también destruyen la esperanza, meten en el corazón las dudas que van royéndole poco a poco, que van destruyendo la posibilidad de empezar cada día a caminar, que dejan un interrogante ante el que viene a salvarnos. Y entonces la Palabra vuelve, un domingo más, a reforzar esas actitudes básicas sobre las que deben levantarse nuestras existencias de mujeres y hombres que viven en perpetuo adviento:

a) Isaías, el hombre de la esperanza, nos anuncia con palabras vibrantes la llegada de ese futuro nuevo, ese futuro en el que la creación volverá a ser como la mañana del primer día, en el que la humanidad descubrirá la inocencia de los inicios, en el que cada uno vivirá en la tierra prometida.

b) Pero, para llegar a ese futuro, necesitamos una esperanza paciente y vigilante: paciente, para no caer ni en la tentación de la violencia o el síndrome del futuro; vigilante, para no dormirse en la inercia y el no hacer nada. Se trata de poner en marcha una esperanza que mira al futuro desde un presente en el que aquel se va haciendo realidad.

c) Y esto sólo será posible si, como Juan el Bautista, reconocemos los signos de la presencia del que es nuestro futuro, de Jesús, el rostro humano de Dios, en medio de nosotros. Más aún, sólo será posible si intentamos hacer realidad esos signos en medio de nuestro mundo. Porque vivir en y desde el adviento es esforzarse realmente por devolver la vista a los ciegos, los oídos a los sordos, la capacidad de movimiento a los paralíticos para que puedan ver, oír y caminar hacia el Salvador, el que constituye nuestro futuro.

2. Francisco, en su actitud existencial y creyente básica, es un testimonio vivo de lo que la Palabra nos anuncia: abre los ojos al presente, al aparente desierto por donde camina, pero no se deja quemar por las ardientes arenas ni engañar por los espejismos que se abren ante él:

a) La parábola de la “perfecta alegría” es ejemplo del creyente que, más allá de la oscuridad y sinsentido del presente, sabe descubrir o intuir un futuro de vida y de luz, de gracia y salvación que vencen a la muerte y la oscuridad, el pecado y la condena. Vive la certeza de que siempre ha de estar alegre no por lo bueno que pueda hacer (RnB 17,6), sino por lo que él, Dios, dice y hace en nosotros (Adm 20,1).

b) Ante los necesitados que encuentran en el camino (necesitados de ayuda material, pero sobre todo necesitados de sentido y esperanza, de alegría y ganas de seguir caminando), es capaz de comenzar a construir con ellos y para ellos el futuro usando la misericordia y la compasión (Test 2), anunciándoles que el Dios que viene a nuestro encuentro es “nuestro gozo y nuestra alegría” (AlD 4).

c) Desde aquí vive, más que sabe, que la venida del Señor, “Príncipe de la paz”, nos condiciona a la hora de anunciarlo y de vivirlo (OfP 15, 8; RB 3, 10.11), porque nos pide que, inermes ante la violencia de los demás (RnB 14, 2-5), seamos, como Juan Bautista, constructores de la paz desde el reconocimiento de la paternidad de Dios como fundamento de la fraternidad de los seres humanos (RnB 14,2).

3. Que, al celebrar ahora la Eucaristía, el banquete que el Padre prepara para todos sus hijos, experimentemos que en ella está la fuerza que necesitamos para el camino y la garantía de que el futuro anunciado en la Palabra viene decididamente hacia nosotros.

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