Francisco, el Hombre de los Abrazos (III)


Hace unos cuantos días se publicó la presentación de la campaña "Francisco, el hombre de los abrazos" (aquí). Un par de días después puse una parte de la presentación de la campaña escrito por el hno. Fidel Aizpururúa (aquí). No sé por que ese día no puse todo el texto. Así que hoy lo completo

Así entendemos aquellos “años locos “del principio, cuando, volviendo de Roma llenos de gozo porque el Papa había “aprobado” su estilo de vida, quisieron instalarse en el campo del Valle de Rieti. Decían que buscaban la oración y era verdad. Pero, en realidad, disfrutaban de las mieles del abrazo, de la verdad de la acogida sencilla, del gozo del encuentro. Pero pronto los sacaron de aquella “luna de miel”. La misma hermana Clara, aguda y fiel, les mandó a decir que las demás personas, los pobres y sencillos campesinos de las aldeas necesitaban también de sus abrazos, porque el frío del alma de la persona es mucha. Y ellos, no guardaron sus abrazos para ellos solos. Se lanzaron a los pueblos para ofrecer aquel nuevo estilo de vida, el que incluía el amor y el abrazo como núcleo de más honda verdad.

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El abrazo a la gente fue siempre sincero y amable, cuidadoso y delicado, respetuoso. No se cansaba Francisco de decir a sus hermanos: “Si vais a un lugar y no os reciben, marchaos a otros; sed benignos; lo vuestro es anunciar la paz”. Desde aquel memorable abrazo que Francisco había dado en sus años jóvenes a un leproso, había aprendido que las dolencias del alma son tan importantes como las del cuerpo. Y que aquellas solamente se curan a base de abrazos. Había visto su propia vida abrazada por Jesús y quería repetir esa terapia en toda persona que arrastra cualquier mal, que sufre cualquier peso. Sin duda que la tal terapia dio estupendos resultados y que el dolor de la gente sencilla menguaba cuando los hermanos los envolvían en sus abrazos sencillos y sin doblez.

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Tan potente era la fuente de la que brotaban aquellos abrazos que éstos se extendían no solamente a las personas, sino incluso a las cosas. El sol, la luna, la tierra, las plantas, los gusanos, las piedras, el fuego, eran de verdad “hermanas”. Francisco aprendió por intuición espiritual lo que nosotros hemos aprendido por la ciencia: que nuestros códigos genéticos son tan próximos que todos los elementos de la realidad muestran que somos de la misma familia y que, por lo tanto, el abrazo ha de extenderse a todas las cosas. Cuando Francisco estaba casi para morir, quedó prácticamente ciego. El médico del Papa le practicó una operación, tan dolorosa como inútil, para intentar devolverle algo de visión. Se trataba de quemar el nervio óptico creyendo que así vería más. Cuando el médico iba a hacer la terrible operación, Francisco habló al fuego como a un hermano: “Hermano fuego, yo siempre he hablado bien de ti; sé tú ahora benigno conmigo”. Dicen las viejas crónicas que la cauterización no le hizo daño. Su abrazo se extendía a todos los seres y por eso pudo ser y llamarse hermano universal.

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Desde el comienzo, ya lo hemos dicho, el mejor abrazo fue para los hermanos, para la fraternidad. Pero ésta, por la evolución de los acontecimientos, le hizo sufrir mucho, sobre todo al final de su vida. Hablando humanamente se puede decir que Francisco tuvo mil y un motivos para renegar de una comunidad que derivaba hacia caminos que no eran los que él había marcado al principio. Pero no lo hizo. Él siguió siendo hermano igual que al comienzo. Su abrazo estaba ahora hecho de sufrimiento y de dolor, envuelto en lágrimas. Pero siguió abrazando a los hermanos porque creyó firmemente que si se rompía aquel abrazo, si se quebraba la fraternidad, nada ya tendría sentido. Su sueño lo había expresado hacía muchos años: “Quiero que mi hermanos se llamen hermanos menores”. Y él mantuvo ese sueño por encima de todo.

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Nada de esto habría sido posible sin el gran abrazo, aquel que Jesús crucificado dio a Francisco, abrazo estrecho, gozoso y doloroso, con el que vivió toda su vida y que, al final, dejó incluso en su cuerpo su más queridas marcas. No habría podido resistir sin aquel abrazo de vida, no habría encontrado la senda cuando corría el riesgo de verse perdido, no habría dado de nuevo con el gozo cuando las lágrimas brotaban como una fuente, no habría escuchado la voz gozosa del Maestro cuando el silencio hondo y cruel parecía tragárselo todo. Él creyó, y acertó, que si se abrazaba al Crucificado su ideal estaba salvado y su vida nunca perdería sentido. Y así fue. Aferrado al ardiente abrazo de Jesús se mantuvo hombre de fe y de fraternidad hasta el final.

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Hombre de abrazos, eso es lo que fue Francisco en su vida; eso enseñó a sus hermanos; eso es lo que dejó como mensaje y legado. Puede parecer una manera banal, superficial, de entender a Francisco, pero hay un hondo misterio en su vida abrazada y abrazante. Más aún, ¿no siguen siendo los abrazos un remedio para muchas de nuestras limitaciones? ¿No siguen siendo el vehículo de muchos gozos? ¿Cómo sería un mundo, una sociedad, una persona más abrazada, más querida? Se puede decir, en serio, que uno de los “apostolados” del buen franciscano/a es el abrazo. Una persona franciscana que no sepa abrazar, que no practique con profusión la técnica de los abrazos, que no tenga facilidad para abrir los brazos y el corazón, aún no ha entendido bien a Francisco y a Clara. El franciscanismo es, entre otras cosas, una escuela de abrazos. Porque ése es el camino bueno para la fraternidad.

Fidel Aizpurúa Donazar

Comentarios

  1. Gracias por este artículo, da muchos ánimos y confío en que al leerlo haya muchos que comprendan mejor qué es ser franciscano

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