Francisco, el Hombre de los Abrazos (II)

Hace unos años, Eduardo Galeano escribió "El Libro De Los Abrazos". Es un conjunto de pequeñas historias, fábulas, verdades, manifiestos, crónicas, celebraciones y elogios de las cosas insignificantes de la vida que al final, resultan ser las más importantes. Un libro en el que la vida, cruda y al descubierto, baila con la poesía para mostrarse pletórica a pesar de las magulladuras a las que la sometemos. Nos ofrece páginas por las que deslizarnos en una mezcla entre lo real y lo fantástico, sólo como Galeano sabe hacerlo: creando su propio universo y provocando sutilmente al lector para sumergirse en él. Hay abrazos que se guardan toda la vida, abrazos inolvidables, sentidos y también de los otros, fríos, metálicos, abrazos que no debieron ser. Nunca olvidaremos el abrazo de una amiga, abrazo fuerte y contenido, un abrazo de despedida. Abrazos de pareja, de amigos, de despedidas, de reencuentros, de cariño, de protocolo. Abrazo cortos, largos, apretados, tímidos. Un abrazo es una forma de compartir alegrías, consuelo en el dolor. Los abrazos ponen al descubierto, nuestros sentimientos, nuestros miedos. Un abrazo es dejarse llevar mecidos en la ternura. Un buen abrazo permite refugiamos en los brazos de otro, aunque en ocasiones sintamos el vacío de no poder completar un abrazo, de no poder terminarlo, de dejarlo inconcluso en la memoria. Otros abrazos, fingidos, te envuelven de engaño escondiendo cuchillos. El abrazo es un lenguaje que vale la pena descifrar ya que un abrazo reemplaza a las palabras. ¿Quién no necesita en algún momento de su vida guarecerse entre unos brazos llenos de ternura? Un proverbio dice que necesitamos cuatro abrazos diarios para sobrevivir, ocho para mantenernos y doce para crecer.

Hay muchas formas de definir a Francisco de Asís. Los estudiosos han dicho cosas sublimes de él: que era el hombre de la gracia, del siglo futuro, el nuevo Jesucristo, la luminaria de la Edad Media, etc. Pero, de una forma más vital, Francisco podría definirse como el hombre de los abrazos, aquel que supo abrazar realmente a todos y a todo. Ya desde el comienzo, tras su convulso y largo proceso de conversión, él se sintió llamado a un estilo de vida nueva y se dio a él con ahínco. Pero muy pronto se le juntaron hermanos de todo tipo: sacerdotes, ricos, pobres, cultos, sencillos, gente interesada. No puso ninguna pega a nadie, recibió a todos, abrazó a todos. Con tal de que el Evangelio de Jesús les interesara de verdad, ya no había condiciones. Cuando, ya mayor, echaba la vista atrás repetía: “El Señor me dio hermanos”. Fueron para él como un don de Jesús y los abrazó con toda calidez, con todo cuidado. Alguno de sus amigos le daban el calificativo de “madre” en vez de padre. Fue el regazo cálido de una madre para quienes buscaban la fraternidad.

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