Domingo IV de Pascua (El Buen Pastor)

Reflexión franciscana para este domingo y esta semana. El autor sigue siendo Fr. Fidel Aizpurua

VAMOS EN SUS MANOS

(Jn 10,27-30´: Domingo 4 de Pascua)

La imagen de Jesús como buen Pastor ha calado mucho en el pueblo cristiano porque define algo profundo del actuar de Jesús, de su entrega, de su cuidado hacia nosotros. A Francisco, que veía rebaños todos los días, le apasionaba también esa imagen y así ha quedado explícitamente en sus escritos: “Consideremos todos los hermanos al buen pastor, que por salvar a sus ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas; y por esto recibieron del Señor la vida sempiterna. De donde es una gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros, recitándolas, queremos recibir gloria y honor” (Adm 6). No se queda san Francisco en la simple contemplación de la metáfora de Jesús como buen Pastor, sino que saca una consecuencia tremenda: no basta con cantar la gloria de los santos para creerse santos. El nivel de santidad, como ha sido en el caso de Jesús, se mide por su nivel de entrega.

Eso dice el misterio de la resurrección de Jesús: su gran valor no viene tanto por un gesto externo del amor del Padre que lo saca de la muerte, sino por el contenido hondo de su entrega. Ésta ha sido el camino de la resurrección; sin ella, habría sido imposible. Por eso, hablar de la resurrección es hablar de entrega. Y de ahí que la Liturgia eche mano de Jn 10, el Evangelio del buen pastor.

Dos cosas podemos subrayar: a) que Jesús hace lo que los pastores normales no pueden hacer: ellos no pueden dar vida eterna, definitiva, a sus ovejas (más aún, cuando, para lucrarse de ellas, las llevan al matadero). b) Nadie “arranca” a ninguna persona de las manos de Jesús (mientras que al pastor las arranca el lobo, la enfermedad, o su misma ansia de beneficio). Es decir, Jesús no solamente es un buen pastor, sino que es un pastor diferente, extraño, que entrega la vida y mantiene en la vida a la persona, que jamás se lucra de ella sino que le da todo beneficio para que sea ella dueña de su propio destino.

La resurrección de Jesús ha confirmado esto que dice el Evangelio: no es tanto la resurrección un misterio de adoración, cuanto un misterio de entrega. No es tanto una verdad dogmática que haya que incluir en el canon de las verdades del Credo, sino, sobre todo, la percepción de que, por Jesús resucitado, se pone la vida en mis manos para que la gestione según el querer de Dios. Y aún: todo ello con la certeza de que no habrá fuerza negativa que “arranque” a la persona de las manos cuidadoras de Jesús.

Celebrar la Pascua habría de dejar en nosotros el poso de la certeza de que “estamos en buenas manos”, en las manos amorosas y cuidadoras del Padre y de Jesús y de que nadie nos arrebatará de esas manos. Pablo, gran descubridor de los misterios de la fe llegó a la conclusión: “Si Dios está con nosotros, quién va estar contra nosotros?” (Rom 8,31). Eso es cierto: entender la resurrección es adquirir la certeza honda de que vamos en manos de Jesús y de que ahí nuestra vida tiene un fundamento y está segura.

Clara de Asís, hermana fiel de Francisco, tuvo activada esta certeza hasta la hora de su muerte. Por eso, una testigo de su proceso nos dice que su oración poco antes de la muerte, casi sin fuerzas, era ésta: “Vete segura en paz, porque tendrás buena escolta: el que te creó, antes te santificó y después que te creó puso en ti el Espíritu Santo, y siempre te ha mirado como la madre al hijo a quien ama” (PC 3,20). Esta confianza honda es el rostro de la fe en el resucitado. Saber que vamos en sus manos habría de devolvernos el gozo y la paz honda que nada ni nadie nos podrá arrebatar.

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